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Angelitos empantanados
Yezid Arteta Dávila / Lunes 23 de febrero de 2015
 

Desde cuando las guerras se empezaron a documentar, los excombatientes somos poco amigos de hablar sobre nuestras experiencias de guerra. La intimidad del combate reúne una serie de episodios escabrosos de los que más vale no acordarse. Acudimos entonces a la anécdota para apaciguar los recuerdos del pasado o miramos una de las turbadoras películas de Michael Haneke para quedarnos con el consuelo de que hasta los más inocentes exhiben su dosis de maldad.

Un sargento de contraguerrilla cuenta, en una reunión de amigos, sobre la vez que se extravió con su patrulla durante días en un paraje selvático y tuvieron que matar a unos micos y comérselos con cogollos de palma porque se habían agotado las provisiones. Un mando guerrillero rememora, a su camarada de celda, aquella ocasión en que la canoa se volteó y nadie se ahogó pero varias armas se hundieron en el río. Meras anécdotas. Sobre la destrucción y la muerte se calla.

Cuenta Mateo que Pilatos le preguntó a Jesús qué era la verdad y el hijo de Dios, que pregonaba ser la verdad, guardó silencio. Nietzsche convierte en aforismo ese silencio bíblico. La verdad es un asunto que emite señales filosóficas, políticas, morales, religiosas, jurídicas, casuísticas y un largo etcétera. ¿Cuál es la verdad del conflicto colombiano? ¿Qué tamaño tiene esa verdad? ¿Quiénes son los dueños de la verdad? ¿Qué es lo que hay que contar? ¿Qué se busca con ella y a quién sirve?

Preguntas que se pueden responder con brevedad en un aula de clases, en una columna de opinión como ésta o en una tertulia de media hora con expertos invitados y que se trasmite por radio o televisión. Una negociación que busca salida a una guerra pide más que esto. Pide, en eso estoy de acuerdo con el procurador Ordóñez, imaginación y un pacto político para llegar a una fórmula sismorresistente y atemporal que deje bien a todo el mundo.

Al mundo colombiano, me refiero. Dejémonos de complejos de inferioridad y al menos una vez en la vida pensemos en nosotros para arreglar nuestros entuertos y veamos de reojo cómo el resto del mundo sigue a su bola: echando tiros en las areniscas de Afganistán, Irak, Siria y Libia, lugares en los que la verdad sirve para limpiarse el trasero y la Corte Penal Internacional es una entelequia.

Portavoces gubernamentales y rebeldes, amén de los juristas nacionales e internacionales y los representantes de las organizaciones de derechos humanos, hablan sobre la necesidad de la verdad para llegar a un cierre aceptable del conflicto. Cada uno en su trinchera echando bla bla bla hacia todos lados.

Los militares quieren que la guerrilla diga la verdad, pero callan la parte que a ellos les toca. Los guerrilleros piden que todos cuenten para que ellos puedan contar o si no, no cuentan. La broma de los políticos y empresarios que exigen verdad a la guerrilla pero no encuentran la manera de esconder su proverbial rabo de paja. Los expertos y juristas que durante el desayuno discuten a gritos con su pareja y sus hijos, y luego salen de casa malhumorados a decir que un proceso de paz es un asunto de códigos, cortes internacionales, cárceles y punto.

Recuerdo una anécdota que oí de boca de un inquietante capo de la mafia. Durante una diligencia judicial un fiscal le preguntó sobre la masacre de Trujillo, en la que se cargaron a un cura y decenas de campesinos que luego echaron al río Cauca, y el mafioso le pidió a “su señoría” que le cambiara la pregunta o le hiciera una más fácil.

Hay por los menos tres caminos para llegar o no llegar a la verdad. Con preguntas refáciles para que todo el mundo pase el examen. Con preguntas condenadamente difíciles para que nadie pase el examen y el profe se quede con la fama de hijodelagranputa. Con preguntas más o menos livianas para que todos, estudiando un poquito, tengan la oportunidad de ganar la asignatura. Colombia no es un país de angelitos sino de diablitos empantanados. Con hipocresía no se hace un acuerdo de paz.

Contar lo que pasó en una hora, un día o un año puede que sea una faena nada dispendiosa. Lo dispendioso es contar lo que ha pasado durante 50 o 100 años. Más si lo que hay que contar no es una historia idílica sino una historia con miles de cadáveres dispersos a lo largo del camino. Cadáveres de militares, guerrilleros y principalmente de civiles. García Márquez pudo hacerlo porque era un genio y un fabulador nato. Este mundo es tan breve, que quizá no hay tiempo para el romanticismo.