El castrochavismo: muestra fehaciente de nuestra profunda crisis como sociedad
Solo en un país con los problemas educativos que tenemos y con el tinte autoritario acentuado en los albores del siglo XXI puede hacer carrera y adquirir potencia una expresión tan vacía como el castrochavismo.
/ Sábado 16 de mayo de 2015
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Durante las últimas semanas asistimos a un fuerte pulso, un momento álgido en el cual estuvo en el ojo del huracán la situación de la educación colombiana. No hay que esforzarse mucho para saber que un país que tiene los problemas educativos que tenemos va a sufrir otras tantas problemáticas como sociedad.
En lo superficial, las dinámicas de la semana anterior nos dejan vislumbrar problemas que van desde la precarización laboral de la profesión docente hasta la decadencia ética de dirigencias añejas y que, aun cuando lo nieguen y renieguen, son muestra fehaciente de la poco transparente y menos seria institucionalidad colombiana. Una mirada que busque profundidad permite ver que en nuestra sociedad la precaria educación incide en la devaluación de los argumentos frente a los prejuicios y la superficialidad.
A las precariedades educativas se adhiere una decidida empresa de generación de miedo. Así, se reduce la discusión política a un escenario poco y nada racional, en el cual se acude a términos vacíos como castrochavismo para negar el debate y señalar al contendor. En esta columna se problematiza el hecho de que sin el menor esfuerzo ni la más mínima seriedad se generan y, peor aún, se asumen como válidas y legítimas expresiones tan cargadas de ideología como carentes de sentido. Solo en un país con los problemas educativos que tenemos y con el tinte autoritario acentuado en los albores del siglo XXI puede hacer carrera y adquirir potencia una expresión tan vacía como el castrochavismo.
La crisis educativa en Colombia
La problemática estructural de la educación en Colombia se ha manifestado en diversas ocasiones y de múltiples formas en los últimos años. A las lesivas reformas que se propusieron en el campo de la educación superior -y que se vienen materializando a cuentagotas- se adhieren las problemáticas estructurales de una educación básica que pretende generar calidad con cuerpos profesorales pauperizados y con una educación pública cada vez más afectada. Las últimas semanas nos pusieron en frente de justas movilizaciones que, aunque no fueron fructíferas, evidencian algunos puntos interesantes.
Las justas reivindicaciones de cientos de miles de docentes no llegaron a buen término y se fortalecieron tres elementos presentes en el escenario político colombiano. En primer lugar, se refuerza una perspectiva tecnocrática en la que la educación se supedita a la generación de datos estadísticos, donde los procesos académicos son poco y nada relevantes y la labor docente es vilipendiada. Entonces, el desastre educativo ligado al Decreto 1278 de 2002 permanece intacto y se refuerza con los discursos eufemísticos y harto inconsistentes, que prometen saltos cualitativos hacia el 2025.
En segundo lugar, evidencia la crisis de las organizaciones de viejo cuño a la hora de solventar las problemáticas reales de un sector tan importante como lo es el educativo. Las dinámicas y los resultados de la negociación dan cuenta de prácticas de la más alta tradición politiquera criolla.
En tercer lugar, se evidencian consecuencias de la grave situación de la educación colombiana para nuestra nación. Más allá de los docentes traicionados y de la extensión de la vía libre al proyecto de adecuación de la educación a las lógicas de la acumulación, se ponen de presente las limitaciones que derivan de generaciones que hemos crecido en este contexto educativo. Las falencias educativas palpables y el marasmo cultural colombiano se nos revierten en problemáticas culturales, sociales, políticas y económicas.
La imposibilidad de analizar la realidad y emitir juicios con base en raciocinios, ha abierto el camino a interpretaciones y concepciones que, con base en el desconocimiento y el prejuicio emotivo, niegan alternativas y posiciones fundamentadas a la vez que le asignan la condición de verdad a elucubraciones vacías. El mejor y muy trágico ejemplo de ello es ese remedo que se ha dado en llamar castrochavismo.
El miedo como promotor y garante del absurdo
La utilización de la palabra castrochavismo presenta una relación inversamente proporcional entre rigurosidad y eficacia simbólica. Por lo menos eso se puede deducir de los 7´000.000 de votos que obtuvo un candidato presidencial tan carente de cualidades como Oscar Iván Zuluaga. Con el recurso a este “término”, no se trata de afirmar algo sino, ante todo, se niegan ideas y propuestas políticas sin que medie una argumentación seria. Estamos ante una sofisticada cortina de humo que, con altos grados de eficacia, aviva miedos profundos en grandes capas de una población que sufre los problemas educativos antes esbozados.
De un plumazo cambiamos de enemigo público, pues todo aquello que quepa bajo la sombra de castrochavismo entra a suceder el aura de maldad que antes se circunscribía a “La far”. En el centro de la cuestión está la necesidad de generar miedo, independientemente de la manera en la que el mismo se produzca. Es claro que el miedo es un elemento vital para dirigencias incapaces y sistemas sustentados en la injusticia.
Es necesario recalcar que el miedo no tiene, ni mucho menos, un papel tangencial en las dinámicas de nuestra contradictoria “democracia”. En un trabajo en torno a la seguridad democrática, se resalta que hay una industria del miedo, entendiendo la misma como “no solo la producción social del riesgo y la incertidumbre, sino también el aprovechamiento y la rentabilidad comercial y política que el mercado hace de la inseguridad existencial de los individuos” [1]. En la misma vía y remitiéndonos al escenario internacional, una afirmación de un mercenario ex integrante de la CIA: “para nosotros el miedo y el desorden representaban una verdadera promesa” [2].
Claro está que no se trata únicamente de un mecanismo particular explotado por un grupo altamente reaccionario con rasgos mafiosos y defensor del status quo. Tal juego ideológico se enmarca en un escenario en el cual las dinámicas de acumulación se refuerzan y potencian con el recurso al miedo y a la desorientación. Nuestro país se parece a “los países que sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales. Luego, de cómo vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica” [3]. Puede afirmarse que tenemos a efectivos matarifes locales en un mundo carnicero.
Los alcances ideológicos del castrochavismo
No solo en las campañas políticas ha salido a flote el castrochavismo. Tan precario es el debate en las esferas de la política colombiana que algunos políticos han entablado discusiones en las que le atribuyen un cierto sentido al castrochavismo, validándolo como concepto para la discusión. Por muy risible que sea, en nuestro país se toman como serias declaraciones como la siguiente: “estamos aquí, en esta fábrica de Pereira, explicándoles a los empleadores y a los trabajadores la propuesta de Óscar Iván Zuluaga (...) Todo lo contrario del castro-chavismo de Maduro, Santos, Petro y las FARC” [4]. Este pronunciamiento lo realizó Álvaro Uribe en plena campaña presidencial. ¿En qué punto tiene sentido equiparar los proyectos que, de un brochazo, expone como idénticos?
Alguien que conozca un poco de política sabe que hay diferencias marcadas y sustanciales y que obviarlas es poco serio e infundado. Pero el efecto no se detiene allí. Tal término es referido en discusiones políticas más allá de los linderos de la extrema derecha. No sorprende, entonces, que Juan Manuel Santos, acusado de ser un castrochavista consumado, haya declarado en alguna ocasión: “Nosotros no tenemos nada que ver con el castrochavismo, como se ha dicho allá en Colombia. Eso no va a suceder. No hay nada de lo que estamos negociando que sean temas de preocupación para las personas que invierten en Colombia (…) no estamos negociando nuestros bienes, nadie va a ser expropiado” [5]. La dirigencia política colombiana, que nunca se ha preciado de ser intelectual y no lo es, barre de un brochazo los debates en términos políticos mediante el recurso al castrochavismo. El vacío propio de la falta de argumentos se suple con el miedo que se produce en la bien intencionada pero muy desinformada población colombiana.
La utilidad del castrochavismo desborda la ensangrentada arena política colombiana. No solo quienes se precian de acuñar este esperpento lo utilizan. En algunos medios masivos se ha aceptado su validez, cometiendo el exabrupto de equiparar el régimen político cubano y el venezolano y, por supuesto, ligando a ambos proyectos políticos a concepciones vetustas, anacrónicas e inviables. De golpe, el castrochavismo pasa de ser un remedo de categoría política a ser un parámetro de análisis de la política nacional e internacional. Es así que esta ocurrencia del marketing político desemboca en cosas como que en un periódico de la costa Caribe colombiana, un columnista plantee que “la pregunta verdaderamente importante (…) es: las decisiones del gobierno ¿nos acercan o nos alejan de las desastrosas políticas de nuestros vecinos?” [6].
Al eludir discusiones serias en torno a las políticas de un determinado país, se opta por recurrir a un término tan tendencioso como impreciso. La incapacidad de discutir con base en argumentos serios y fundamentados no es una anomalía en nuestra democracia sino que, muy por el contrario, se puede ver como lo normal en ella. Las problemáticas educativas de las últimas décadas nos están pasando factura como país.
La ingente necesidad de pensar y de vencer el miedo
Es necesario comprender y asumir que estamos en un país y en un mundo hostil a la libertad y a la democracia, que se inclina por el miedo y la ignorancia en desmedro de la especie y de la vida misma. Pero ello no nos puede detener en la búsqueda de soluciones a las profundas afecciones que experimenta hoy nuestra sociedad. Hay que asumir que cualquier proyecto mínimamente alternativo y de crítica a las políticas que favorecen la acumulación mancillando la justicia social puede y seguramente va a ser tildado como castrochavista. A nadie puede tomar por sorpresa que se amenace a docentes de la mejor universidad del país por el simple hecho de pensar.
En esa vía, cuestionar las onerosas exenciones tributarias al gran capital, poner en tela de juicio la regla fiscal y sus lesivas consecuencias, cuestionar el extractivismo y poner en evidencia tanta y tanta injusticia puede hacernos merecedores del mote de castrochavista. La profunda reforma al sistema educativo en su conjunto es una sentida necesidad. Las dinámicas de pauperización laboral de la población colombiana, y de los docentes en particular, se adhieren a una larga lista de cuestiones por las cuales no se deben frenar las luchas sino que, muy por el contrario, nos deben convocar a ser más reflexivos y propositivos en el desarrollo de la lucha.
El miedo que se ha implantado y la precaria educación a la cual están sometidas las mayorías de nuestro país hacen hoy más urgente que nunca el recurso al arma de la crítica. La proyección y el robustecimiento de los distintos movimientos y las diversas expresiones organizativas que se han activado en nuestro país son elementos clave para cortar el camino a proyectos tan poco fundamentados y prejuiciosos como peligrosos.
[1] RUIZ, M. (2012) Industria del miedo: estética y política de la seguridad democrática en la sociedad de consumidores, en Revista Analecta Política, Vol. 2. N° 3. Julio-diciembre 2012.
[2] KLEIN, N. (2007) La doctrina del shock, Barcelona Paidos. p.7.
[3] KLEIN, N. (2007). La doctrina del shock, Barcelona, Piados. p.25.
[4] Ver http://www.semana.com/opinion/articulo/castro-chavismo-el-dano-que-hace-la-palabra-opinion-de-juan-diego-restrepo/381145-3