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La vuelta de Imelda al Cesar
Yezid Arteta Dávila / Sábado 1ro de agosto de 2015
 

Éramos ocho prisioneros. Encadenados de pies y manos. Apretujados contra el fondo de la carrocería de una camioneta Chevrolet 300. Una malla metálica nos separaba de los guardias. El motor rugió y el vehículo se puso en marcha bordeando la pista del aeropuerto Alfonso López Pumarejo de Valledupar en dirección al corregimiento de La Mesa, desde donde reinaba Jorge 40 con sus feroces muchachos.

Atrás iba quedando una estela de polvo. Por los entresijos de la carrocería se podía apreciar a un grupo de soldados del batallón de artillería “La Popa” trotando bajo las órdenes de un sargento que parecía recortado de una película de Clint Eastwood. Entre los potreros calcinados por el sol se veían algunos ranchos renegridos y bajo los árboles de trupillo se divisaban escasas manchas de reses cadavéricas y burros flacuchentos. Olía, quizá como en un relato de Juan Rulfo, a boñiga de vaca y cagajón de burros. Dentro de la furgoneta olía a orines.

Una semana antes, a pocos kilómetros de allí, había muerto a balazos “La Cacica”, Consuelo Araújo Noguera, un poderoso símbolo de la cultura caribeña. Una muerte estúpida. Un caso emblemático que debe ser explicado en la futura Comisión de la Verdad acordada por los delegados del gobierno y los rebeldes en La Habana. El país no puede quedarse con la mera versión que Caracol TV está filmando sobre la vida de esta apasionada mujer.

Minutos después la camioneta Chevrolet se detuvo y los guardias saltaron a tierra. Un oficial con el cabello y las cejas blanqueadas por el polvo se asomó por la carrocería y nos dijo con una voz ensayada: bienvenidos a “La Tramacua”. El oficial giró la cabeza hacia sus subalternos y les ordenó: bájenlos uno por uno y enciérrelos en el pabellón de reseña para que les rapen la cabeza, reciban los driles y les tomen la foto. Lejos se distinguían los ramales de la Sierra Nevada de Santa Marta desde donde descendían aguas friísimas.

Ante nuestros ojos se abrió una gigantesca mole de hormigón armado, enrejados de hierro, serpentinas aceradas y garitas ocupadas por hombres estrangulados por el calor y armados de fusiles de asalto. Allí pasaría 16 meses sometido al régimen de tuerca y tornillo y escuchándole las historietas a “Popeye”, mi vecino de celda. Para callarlo le pasé “El Conde de Montecristo” en dos tomos. Así fue que aprendió a mezclar, con muchísima astucia, la realidad con la ficción. A fabular sus andanzas con Pablo Escobar.

El Cesar ha sido uno de los departamentos más castigados por la violencia. Una violencia que desbordó, como sucede con algunos hechiceros, a sus propios inventores: terratenientes, narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares, multinacionales, políticos, contrabandistas, militares, ladrones y otros que se me olvidan. Allí, entre parranda y parranda, todo el mundo daba y recibía bala. Los compositores vallenatos le cantaban a todo el mundo. Así somos los costeños. Miles de víctimas. De todos los lados. Los indios kankuamos, esos que tejen mochilas para los universitarios, fueron de los más afectados.

El Cesar y Valledupar, su capital, puede convertirse en un original escenario – laboratorio, diría un tecnócrata o un voluntario de una oenegé – de postconflicto y que yo llamaría a secas como “lo que viene”. Sabemos que en el Cesar hay familias que tienen el monopolio del poder y han empezado a barajar el naipe con gente de Bogotá y puesto la plata sobre la mesa. Son familias que se han hecho daño entre sí y han dañado a otros, y si no buscan una especie de “palabrero” que les ayude a superar tanta rabia, seguirán haciéndose daño.

Para que la región del Cesar sea viable es menester comenzar una fase de “normalización” y “democratización” de la vida política local. Eso no se consigue con plata sino con diálogo, reconciliación y perdón. Y es aquí en donde toma relevancia la candidatura a la gobernación del Cesar de la educadora Imelda Daza Cotes, una caribeña ciento por ciento, quien sobrevivió a la matanza en la región y ha dicho al diario “El Pilón de Valledupar” que cree en la democracia y no comparte debates políticos cargados de insultos y ofensas sin argumentación.

Los hielos de Suecia salvaron a Imelda de la muerte. Allí aprendió la lengua. En las universidades enseñó a los suecos en la lengua de ellos. Fue elegida concejal en su comuna por el Partido Socialdemócrata. Hace pocos meses leyó un texto en Barcelona, ante un público variopinto entre los que se encontraban Paula Gaviria (directora de la Unidad Nacional de Víctimas), Soraya Bayuelo (directora del Colectivo de Comunicaciones de Montes de María) y centenares de exiliados que extrañan a su país. Un texto coherente, limpio, generoso, sano, incluyente, que conmovió a los asistentes. Imelda, con su coraje, volvió a su tierra con las maletas llenas de sabiduría.

Durante la inscripción de las candidaturas en la Registraduría de Valledupar llamó la atención entre los fotógrafos de prensa el abrazo cordial entre Imelda y Sergio Araújo, candidato por el Centro Democrático a la alcaldía de la capital cesarense. El Cesar y el país van a necesitar de esta clase de gestos. No hay otra manera de concebir la reconciliación.

Araujo ha escrito una carta al presidente Santos en donde se compromete a apoyar a un eventual acuerdo de paz con desarme y desmovilización verificada. Por su parte, Carmen Palencia (Premio Nacional de Paz de 2012), una mujer que ha sufrido en su carne todas las violencias del país escribió una columna a Araujo en el diario “El Espectador” en la que hace reparos a su candidatura. Carmen, sin embargo, se muestra abierta a iniciar con Araujo un “trabajo de reconciliación nacional” sobre la base de hacer un narrativo a varias voces sobre lo que fue el ejercicio de la violencia en el departamento del Cesar. Hay atisbos de reconciliación y es nuestro deber estimularlos.