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Diez días que estremecieron a Colombia
Tiempos maximalistas en los que todos los operadores políticos, militares y guerrilleros veíamos la realidad en blanco y negro.
Yezid Arteta Dávila / Sábado 21 de noviembre de 2015
 

Noviembre de 1985. Llovía. Un aguacero bíblico. Las gotas caían como piedras y al estrellarse contra el lodo salpicaban el vivac en el que a duras penas me guarecía. Estaba en el culo del mundo junto a otros guerrilleros trajeados y armados de cualquier manera. Éramos pocos pero significábamos más. Esperaba que la lluvia amainara para tomar un sinuoso camino de mulas que me llevaría hasta la punta de una vía destapada en la que alguien me esperaría en un jeep Willys.

Allí estaba él. Lucía un sombrero al estilo Indiana Jones y llevaba una escopeta de cacería colgada al hombro. «Listo, compa, nos vamos», dijo sonriente. En la parte trasera del Willys iba una jauría. Él había preparado cuidadosamente la coartada: éramos un par de cazadores sin suerte. El todoterreno descendía por la cordillera a trompicones y los perros, sea por hambre o porque olfateaban la presa, ladraban sin tregua. Entre los nubarrones se divisaba la base militar de Cerro Munchique. Iba tenso. Cuando llegamos a Popayán sentí un pelotazo de alegría. Al día siguiente estaba en las dependencias del Concejo de Bogotá reclamando mi credencial de delegado al congreso constitutivo de la Unión Patriótica. Salí de allí hacía la Plaza de Bolívar porque tenía razones afectivas para hacerlo.

El Palacio de Justicia estaba roto y parecía recortado de un filme apocalíptico. Las troneras en los muros eran testigos del severo castigo propinado por los proyectiles que vomitaron las bocas de fuego. Los lamparones negros que moteaban las paredes era el mondo testimonio del espantoso poder de las llamas. Entre los muertos había juristas que había leído, escuchado y visto en carne y hueso y también un amigo con quien compartí episodios de rebeldía callejera y alegría en la Universidad Libre de Barranquilla.

Con el potente manual de Alfonso Reyes Echandía aprendí mis primeras lecciones de derecho penal. En un foro organizado por Leónidas Antonio Díaz Lora –amigo de tertulia que ocupó el cargo de secretario de gobierno de Barranquilla y fue asesinado a tiros en la puerta de su casa en febrero de 1996 por el comodín de las «fuerzas oscuras»- escuché la brillante disertación de Manuel Gaona Cruz sobre el nuevo constitucionalismo y la Carta de Derechos. Reyes y Gaona, dos magistrados self-made man, muertos en uno de los disparates de violencia que, ni siquiera al más osado guionista de cine, se le hubiera ocurrido escribir.

Entre los asaltantes iba el samario Alfonso Jaquin Gutiérrez. A pesar de su juventud, era el titular de la cátedra de Derecho Constitucional en la Universidad Libre de Barranquilla. Yo entonces cursaba cuarto año de Leyes y era el representante estudiantil al Consejo Directivo de la Universidad. Un sectario grupo de gamonales del Partido Liberal -turbayistas, para más señas- tomó el control de la alma mater y decidió expulsar a los profesores y estudiantes que no comulgaban con sus ideas. Cincuenta y cinco personas, entre profesores y estudiantes, fueron desterradas. Entre las víctimas estaban Alfonso Jaquin, mi novia y yo. Creo que la última vez que nos vimos fue en el concierto de la Fania All Stars en el estadio Romelio Martinez de la 72. Cada uno cogió su camino. No podía creer que Alfonso estaba, junto con el cienaguero Andrés Almarales, al mando del grupo que se tomó por asalto el Palacio de Justicia. El destino a veces parece una maldita partida de póker.

Noviembre del 2005. «La hora de sol», dijo el guardián mientras abría la puerta de mi celda. La operación aritmética en el pabellón de aislamiento de la penitenciaria «La Dorada» era elemental: 23 horas de encierro por una de sol. Antes de ir al patio me acerqué a la celda de Álvaro Henner López y lo vi abrumado. López hizo parte de los guerrilleros del EPL que firmaron un acuerdo de paz con el Gobierno y luego el comodín de las «fuerzas oscuras» empezó a cargárselos. Decidió entonces enmontarse de nuevo, pero, con las FARC. En agosto del 2004 fue capturado por el Ejército en Tolima.

«¿Qué te pasa, Álvaro?» le pregunté. «La vieja», respondió lacónicamente. «¿Qué le sucedió?», insistí. «Hoy hace diez años que murió en Armero», dijo mirando perdidamente hacía una de las cuatro paredes desnudas de su celda. Me explicó que parte de su familia vivía en Armero y cuando supo la noticia sobre la avalancha buscó todos los medios para llegar hasta el lugar y cuando lo consiguió, sólo pudo divisar una ciénaga de lodo maloliente. Álvaro Henner lleva 11 años en prisión y tiene la esperanza, según cuenta un allegado, de que un acuerdo de paz le permita rehacer su vida con lo que le queda de familia.

Los rescoldos del Palacio de Justicia y las marismas de Armero flotaban en la mente de los 3.000 delegados de la Unión Patriótica que, lanzados al destino, seccionaban por esos mismos días en el teatro Jorge Eliécer Gaitán. Fotografías de cadáveres achicharrados o semienterrados en el lodo copaban la primera página de los periódicos. La suerte estaba echada.

Los tiros iban y venían desde todas las direcciones y el 14 de noviembre de ese puñetero año 1985 algunos de ellos alcanzaron la carne morena de Ricardo Lara Parada, el rebelde del ELN que, al salir de la prisión luego de cumplir una condena, dijo «NO» a las armas y se fue de frente a hacer política por las vías legales. Lara Parada fue víctima de Caín. Sus propios hermanos de la guerrilla se lo cargaron. «Fue un error», reconocieron años después.

En noviembre de 1985 la necedad humana y la imprevista naturaleza se juntaron para matar a saco. Fueron tiempos maximalistas en los que todos los operadores políticos, militares y guerrilleros veíamos la realidad en blanco y negro. Fueron tiempos en los que los gobernantes no fueron capaces de tomar las medidas necesarias para aminorar la catástrofe ocasionada por la naturaleza. Fueron tiempos en los que sólo hubo perdedores.

Todos estos acontecimientos sucedieron en menos de diez días. Diez días que estremecieron los cimientos de Colombia. Diez días que dejaron heridas humanas que deben ser tratadas con gestos de humanidad y sin revanchismo. Es recomendable echarle una mirada al pasado para ordenar mansamente los asuntos del presente. Hay que ir hasta los aposentos de la historia pero no quedarse en ellos a riesgo de que los comejenes carcoman la poca humanidad que nos queda. «Estoy rodeado por reliquias de una vida que ya no existe», se queja la viuda Ruth, la matriarca de la familia Fisher que lleva una funeraria en la serie Six feet under (A dos metros bajo tierra).