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Plan Colombia 15 años, nada qué celebrar
Nunca en la historia de la prolongada guerra civil las políticas públicas estuvieron tan comprometidas con el intervencionismo militar imperialista. Incluso como lo están hoy cuando el Comando Sur impone las condiciones militares del proceso de paz como aquella de “dialogar en medio de la guerra”.
Jaime Caycedo Turriago / Sábado 5 de diciembre de 2015
 

Con euforia los medios de prensa han saludado los quince años del Plan Colombia (2000 – 2015). A comienzos de octubre el secretario de Estado Kerry, de visita en el país anunció junto con el presidente Santos la reorientación de la “ayuda” estadounidense en los horizontes de la visión imperial del “post-conflicto”. Sin duda la valoración entusiasta del balance de estos años por la Administración estadounidense y el gobierno de Santos muestra cuando menos dos facetas perversas del intervencionismo militar y político implícito en dicho plan, que al decir de Stella Calloni (…) “es el mayor proyecto geoestratégico que se haya trazado para recolonizar América Latina” (Vega; Martín: 2014).

La primera es la falacia antidrogas como justificación encubridora de la permanencia del orden contrainsurgente a cuenta de la intensificación de las fumigaciones y la erradicación forzada sin alternativa productiva. La segunda, la financiación vía ayuda militar de la guerra interior, el asesoramiento, tecnificación y reestructuración de las fuerzas militares. La segunda es el gigantismo desproporcionado de un aparato anti guerrillero, una legislación que subordina la seguridad a la lógica de la contrainsurgencia y un brazo de ilegalidad paramilitar adaptado a la desarticulación de las formas organizadas de la oposición social y política. La “seguridad democrática”, las acciones militares y policiales en países amigos violentando su soberanía, la delación pagada, la ficción de desmovilizaciones insurgentes y los célebres “falsos positivos” fueron consecuencias de una política pública complementaria de las operaciones militares guiadas satelitalmente por el Comando Sur.

De hecho, la hoja de parra de la acción antinarcóticos cedió la prioridad a la guerra antiterrorista con los reajustes de la doctrina de seguridad nacional de los Estados Unidos en 2002. Las nuevas directrices erigieron en objetivos estratégicos la recuperación del control territorial por el Estado colombiano y la lucha contra el populismo antinorteamericano aludiendo a lo que Uribe y la ultraderecha denominan el castrochavismo. La primera es el acondicionamiento militar del territorio para la confianza inversionista de los megaproyectos minero energéticos con el saqueo extractivista, la depredación y la contaminación de las aguas. La segunda representa el estereotipo contra la revolución bolivariana en Venezuela que es la condena preventiva de cualquier cambio político fuera de control en el continente. Estas líneas han marcado el rumbo de la ideología dominante y dan vida a la actual contraofensiva de la derecha contra varios procesos latinoamericanos.

Desde enero de 2007 el Plan Colombia en el país pasó a convertirse en el Plan de Consolidación en los territorios, para conjugarse con la acción cívico-militar y los presupuestos municipales puestos en manos de los comandantes militares para la ejecución de obras civiles que legítimamente corresponden a los alcaldes y gobernadores. En las postrimerías del gobierno de Uribe y los inicios del gobierno Santos el Plan Patriota se concentró en el exterminio de los objetivos militares de alto valor. Nunca en la historia de la prolongada guerra civil las políticas públicas estuvieron tan comprometidas con el intervencionismo militar imperialista. Incluso como lo están hoy cuando el Comando Sur impone las condiciones militares del proceso de paz como aquella de “dialogar en medio de la guerra”. La reparación y la no repetición demandables a los Estados Unidos exigen punto final al Plan Colombia y a todo el andamiaje que lo ha soportado.