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Sobre la crisis de la izquierda
El diagnóstico como síntoma
Mi hipótesis, que tal vez pueda agregar otro punto de vista, es que el problema radica en la comprensión de la política que ha guiado las prácticas de la izquierda en estos años, tanto del lado de los gobiernos progresistas como del de sus críticos. Se trata de una forma de entender la política hasta cierto punto anacrónica en tanto que no responde a los desafíos de la sociedad contemporánea.
Edwin Cruz / Lunes 18 de enero de 2016
 

Tras las derrotas electorales en Argentina y Venezuela se han producido distintos diagnósticos de lo que se percibe como una crisis de la izquierda en América Latina, luego de tres lustros en el gobierno. Aunque lo que he tenido oportunidad de leer seguramente no es ni de lejos representativo de la producción al respecto, los análisis parecen configurarse en torno a dos perspectivas opuestas.

De un lado, se enfatizan los problemas de gestión de los gobiernos progresistas o populistas, entre los que se enmarcan asuntos como la corrupción o el rentismo, pero también el fracaso de estos gobiernos en el empeño por superar el “modelo” neoliberal y, dependiendo del analista, avanzar hacia otro modelo de desarrollo o incluso abandonar el proyecto desarrollista, si no el mismo capitalismo. Así, el reflote electoral de la derecha hallaría su explicación en las reducidas capacidades de gestión pública de la izquierda, pues ha sido incapaz de ir más allá del asistencialismo focalizado en sus políticas sociales y se ha empeñado en ahondar un modelo económico extractivista que, además de problemas socioeconómicos y ambientales muy graves, conduce a la deslegitimación del gobierno. En el extremo, este tipo de análisis supone que la izquierda debe aprender a gobernar, esto es, a orientar la sociedad desde el Estado.

Por otro lado, y en parte como respuesta a lo anterior, se han resaltado las constricciones del contexto en el cual han debido operar los gobiernos progresistas. En esta perspectiva, la derrota electoral no se explica tanto por las limitaciones propias como por las argucias de los adversarios. El entorno internacional ha cambiado y si el auge de este tipo de gobiernos fue posible porque EE.UU. desvió su mirada del “patio trasero” por algún tiempo, es previsible que su renovada preocupación por la región conduzca a un repunte de la derecha. Además, no es muy realista pretender que en unos pocos años en el gobierno se pudieran transformar legados coloniales con más de dos siglos de arraigo en estas sociedades, como la dependencia de la extracción y exportación de materias primas. El fracaso en las elecciones sería, en fin, una derrota de las tácticas políticas y electorales implementadas para la “defensa estratégica” de los procesos.

Por supuesto, los análisis sobre la crisis de las izquierdas latinoamericanas son más complejos y ricos en matices según los distintos casos nacionales de lo que esta reconstrucción permite ver. Sin embargo, paradójicamente esos diagnósticos, enfocados invariablemente en los problemas de la gestión y la competencia electoral, parecen funcionar como síntomas de una crisis más general. Mi hipótesis, que tal vez pueda agregar otro punto de vista, es que el problema radica en la comprensión de la política que ha guiado las prácticas de la izquierda en estos años, tanto del lado de los gobiernos progresistas como del de sus críticos. Se trata de una forma de entender la política hasta cierto punto anacrónica en tanto que no responde a los desafíos de la sociedad contemporánea.

Si durante mucho tiempo a ciertas expresiones de la izquierda se les enrostró su reduccionismo economicista, hoy quizás podría endilgarse a toda la izquierda un exceso de “politicismo”, palpable en las perspectivas interpretativas mencionadas. Así como la economía es fundamental en cualquier proceso de transformación social, también lo es la política pero, como bien apunta la sabiduría popular, todo en exceso es malo; y sobre todo cuando se tiene un concepto restringido de la política. En efecto, la izquierda parece haberse resignado a operar en el estrecho campo de la política delimitado por las concepciones de sus adversarios neoliberales. En la práctica, la política se ha reducido a elecciones y gobierno o gestión pública. Así, los medios pueden haberse confundido con los fines.

Operar con esa concepción de la política conduce a la izquierda por callejones sin salida. O se aceptan las normas, y por tanto la alternancia en el poder y la legitimidad de un proyecto de gobierno y sociedad contrario, o no se aceptan, y entonces se fortalece el presidencialismo, se cambian a nombre propio las reglas del juego político deteriorando los pesos y contrapesos institucionales, y en nombre del pueblo se instaura el autoritarismo. En ambos casos sale perdiendo la izquierda, por no decir cualquier proyecto radical de transformación social.

Otro tanto sucede con el énfasis contemporáneo en la gestión pública, el gobierno y la administración. Hoy en día en la izquierda predomina una aproximación estadocéntrica a la política, similar a aquella que dominó a mediados del siglo XX bajo el auge de los populismos, cuando todo esfuerzo de transformación social pasaba necesariamente por el Estado. Lo paradójico del caso es que en las sociedades contemporáneas ni el Estado ni la política tienen la centralidad que en aquél momento pudieron tener. En consecuencia, las estrategias de la izquierda podrían haber sido exitosas, pero no en el contexto presente.

La mayoría de los problemas trascendentales de la realidad contemporánea son prácticamente in-gestionables o no-gestionables a nivel del Estado pues, como ha sostenido Zygmunt Bauman, hoy la política –en el ámbito estatal- se ha desligado del poder -que se ejerce desde elevados niveles ocultos y “no políticos” en el sentido convencional. Ya lo había dicho Immanuel Wallerstein. Existen tres escalas en un sistema mundo: la de la experiencia, que corresponde al nivel del territorio y la vida cotidiana; la de la ideología, que designa al Estado-nación; y la de la realidad, que se refiere al sistema mundo como totalidad. Los problemas de la esfera de la experiencia sólo tienen solución en la esfera de la realidad; de ahí el carácter ideológico de la gestión estatal. Hoy más que nunca es cierto que el Estado es sólo un engranaje de un sistema más complejo y que el poder “real” reside en otro lugar. Por tanto, gestionar “bien” el Estado es, en buena medida, ser funcional al sistema del que es parte. Y ese “ser funcional” impone necesariamente férreas limitaciones a lo que los gobiernos pueden o no decidir y realizar: véase el caso griego.

No quisiera que estas verdades sabidas se interpretaran como un llamado a desconocer la importancia de la democracia formal, de la toma del poder estatal o de una administración transparente, eficiente y eficaz por parte de la izquierda. El clima contemporáneo no da para fórmulas simples. La situación es tan compleja que cerebros tan agudos como Slavoj Žižek han sugerido que el horizonte político de la izquierda es la defensa, real y no sólo táctica, de los valores liberales, ante la incompetencia de los propios liberales para hacerlos efectivos. Chantal Mouffe, por su parte, ha manifestado que hoy no se trata tanto de radicalizar la democracia, según el proyecto que se trazó junto con Ernesto Laclau en 1985, como de recuperarla. No obstante, como también sostuvo Wallerstein al examinar las constricciones que la gestión estatal y las dinámicas partidistas y electorales imponen a los proyectos de transformación, es cierto que no es conveniente despreciar el lugar del Estado y el gobierno, pero tampoco se debería caer en la ilusión de que en los procesos electorales se puede elegir lo mejor o que el ejercicio del gobierno será suficiente para conseguir transformaciones sociales. Más aún, la reducción de la política a su concepción neoliberal está en la raíz de la actual crisis de las izquierdas.

Las derrotas electorales dejan ver que la forma neoliberal de comprender y practicar la política no ha podido transformarse y que, por el contrario, la izquierda parece haberla hecho suya por entero. Las grandes transformaciones sociales operadas en la región en las últimas cuatro décadas benefician claramente las formas de hacer política de la derecha. Esas grandes transformaciones pueden sintetizarse en un único proceso: el imperio de la lógica del mercado, del intercambio basado en el valor de cambio, en todos los ámbitos de la vida social.

Los vínculos sociales hoy en día tienen como principal sustento la utilidad y el cálculo, que han hecho retroceder a la solidaridad, la fraternidad e incluso al amor. Sus consecuencias son más o menos claras y pueden comprenderse si se extiende un poco el significado de la privatización, tal como lo ha hecho Bauman: el predominio de un excesivo individualismo que sume a las personas en la soledad, el miedo y la inseguridad material y psicológica ante la ausencia de proyectos e instancias colectivas y públicas, sustentadas en lógicas distintas a la mercantil, que puedan paliar de alguna manera las crecientes incertidumbres del día a día. En tal escenario, la política se reduce a una competencia por votos en donde la racionalidad, tanto de elegidos como de electores, se limita al cálculo de costos y beneficios en el plazo inmediato. De ahí la dificultad para configurar espacios e intereses públicos que no se restrinjan a la superposición o a la suma de los intereses individuales, sino que sean un producto distinto de tal suma, y para que las apuestas colectivas de transformación social sobrevivan a los estallidos efímeros de protesta y se proyecten aunque sea en el corto plazo.

La derrota de la izquierda en las urnas sería, entonces, una derrota en el campo del adversario, que sabe explotar los miedos, las inseguridades, las incertidumbres, la racionalidad, en una palabra, la subjetividad del individuo que se esforzó por construir en el largo período de hegemonía neoliberal. Esto explicaría por qué, tras casi dos décadas de gobierno de izquierda, los electores continúan comportándose como individuos racionales cuyos cálculos no van más allá del plazo inmediato y, por esa razón, terminan apoyando opciones filo-fascistas u oligárquicas. Si nos atuviéramos a los resultados, pareciera que en lugar de un esfuerzo sostenido por cambiar la subjetividad y el sentido de las relaciones sociales, la izquierda hubiese aceptado pasivamente la existencia de ese individuo racional, cortoplacista y atestado de temores, que hoy la pone en crisis, y se hubiese limitado a generar estrategias de mercadeo político para atraer periódicamente sus votos, las cuales no distan mucho de aquellas que implementa con mayor destreza y éxito la derecha.

Sería injusto, sin embargo, afirmar que los gobiernos de izquierda no han hecho nada por salir del círculo vicioso de la política neoliberal. Los grandes esfuerzos en políticas de comunicación apuntan precisamente a disputar la subjetividad y la cultura política dominantes. Las nacionalizaciones pueden concebirse como un primer paso en el camino hacia la desprivatización de los lazos sociales. Los procesos de integración regional son una alternativa para disputar el poder de los “mercados” y los agentes que dominan el mundo globalizado. Con todo, se echa de menos un esfuerzo superior por resignificar el concepto y la práctica de la política. No se puede relegar a un segundo plano, presuntamente no político, la disputa de todo aquello que no se reduce a la competencia en las elecciones y el gobierno: habría que apostar por ganar las almas primero que los votos.

El neoliberalismo no se reduce a un modelo de desarrollo económico, se ha insertado en los abigarrados dispositivos de producción de subjetividad moldeando las relaciones sociales. Por tanto, la lucha contra el neoliberalismo no puede agotarse en el terreno de una esfera política acotada a la competencia por votos y cargos gubernamentales. Es necesario disputar el significado mismo de la política. Comprender hasta qué punto la izquierda se ha permeado de la concepción y de la práctica neoliberal de la política acaso sea un paso necesario para avanzar en esa disputa.