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Análisis
La guerra y la paz
La lucha por la apropiación de la riqueza, además de representar un estado permanente de violencia económica contra la mayoría explotada, deriva en violencia política y muchas veces también en violencia física que, al generalizarse, denominamos guerra.
Alfonso Conde Cotes / Lunes 9 de mayo de 2016
 
Movilizaciones.

El desarrollo de la capacidad de producir más que lo indispensable para la supervivencia, producción de excedentes, trajo consigo hace muchos años la ambición de unos de apoderarse de esos excedentes generados por otros: la explotación del trabajo del ser humano. Tal explotación ha adoptado formas diversas a través de la historia: desde la esclavización de los vencidos en guerra o de aquellos incapaces de pagar sus deudas, hasta las nuevas formas de esclavitud del capitalismo en su etapa neoliberal.

Las sociedades, desde entonces, se han dividido entre sectores en continua contradicción: aquellos parásitos que se apropian del fruto del trabajo de otros y esos otros que generan la riqueza y son víctima de explotación. Clases sociales en permanente lucha, que adopta formas múltiples.

La lucha por la apropiación de la riqueza, además de representar un estado permanente de violencia económica contra la mayoría explotada, deriva en violencia política y muchas veces también en violencia física que, al generalizarse, denominamos guerra.

Apropiación en Colombia

En Colombia, la explotación ha sido particularmente violenta. En los albores del siglo pasado, cuando el capitalismo pugnaba por surgir y desplazar al modo feudal de producción, el despojo de la riqueza nacional por parte de empresas transnacionales con apoyo de los sectores dominantes de la sociedad y el gobierno, generó resistencia de los trabajadores y la persecución, estigmatización, encarcelamiento y desplazamiento forzado masivo de sindicalistas y sus familias.

Se hace referencia a la lucha de los obreros del petróleo organizados en la SUO (hoy USO) por el establecimiento de jornadas de ocho horas de trabajo y por la nacionalización del recurso petrolero en contra de la posición de la Standard Oil, entonces dueña del negocio, que funcionaba bajo el nombre de Tropical Oil Co. (Troco). Raúl Eduardo Mahecha, María Cano, Ignacio Torres Giraldo, son nombres destacados de aquellos dirigentes populares que estuvieron al frente de esa confrontación.

Muy poco tiempo después, en 1928, durante el desarrollo de un conflicto laboral con la transnacional del banano United Fruit Company, la empresa apoyada por el propio gobierno norteamericano, presionó al gobierno “nacional” presidido por Miguel Abadía Méndez para intervenir militarmente contra la huelga de esos trabajadores agrarios. Es de resaltar que los 25.000 trabajadores del banano de entonces no figuraban al servicio de la empresa extranjera sino, de manera semejante a las prácticas de hoy, eran “tercerizados” vinculados por intermediarios que en esa época denominaban “ajusteros”.

La contratación directa era justamente uno de los nueve puntos del pliego reivindicativo, que se complementaba con servicio médico y hospitalario, más allá del reparto de quinina y sulfato de magnesio; asuntos relacionados con la vivienda que hasta ese momento consistía en galpones con esteras de hoja de plátano, sin servicios sanitarios ni agua potable; pago de salario en dinero y no con vales de la empresa; incremento salarial y supresión de los comisariatos, que eran almacenes de la United Fruit en donde los trabajadores eran forzados a cambiar los vales que recibían como paga, por mercancías y alimentos importados por la misma empresa, excedentes de raciones militares norteamericanas.

La huelga, como es bien sabido, terminó con la masacre cometida por el ejército bajo el mando del general Cortés Vargas, contra una concentración pacífica de trabajadores y sus familias en la plaza de Ciénaga, Magdalena, en la cual, según el entonces embajador de los Estados Unidos, los muertos pudieron ser más de mil. La censura oficial ha impedido la precisión sobre la magnitud de esa masacre impulsada por el capital y ejecutada por las fuerzas armadas colombianas.

Pocos días después de lo narrado y en desarrollo continuado de la misma represión, en Sevilla, población de la zona bananera, se registró otra masacre que cobró la vida de 29 trabajadores más y de un soldado.

La lucha de los campesinos

En el mismo contexto se registra además la lucha de los campesinos por la tenencia de la tierra, usurpada por la misma empresa bananera con apoyo gubernamental. Amenazas, desplazamientos, destrucción de cultivos campesinos, incendio de ranchos, encarcelamiento a voceros del movimiento agrario, adquisición bajo amenaza de tierras campesinas, desviación y acaparamiento de fuentes de agua como el río Tucurinca para favorecer el riego del banano, todo ello se presentaba entonces, antes de la fundación en 1930 del Partido Comunista, y sin embargo desde entonces se señalaba a esta estructura no nata de la responsabilidad de los conflictos. La situación se repite, mas no como comedia; sigue siendo una tragedia.

Entre la época descrita, orígenes de la guerra interna, y la actualidad, hay pocas diferencias. Se ha diversificado en el campo el producto, que ya no es sólo el banano sino incluye la palma, el ganado, el bosque maderero y otros; cambió para mejorar y luego retrocedió hasta volver a las condiciones de los años veinte del siglo pasado el asunto de la explotación minera de fuentes energéticas: el llamado “state take”, porción del valor del recurso petrolero que corresponde al estado colombiano es hoy semejante al de los orígenes del negocio; se reguló la actividad laboral y sindical para volver a desregularla en este período neoliberal.

La guerra contra los trabajadores, antes asumida abiertamente por las fuerzas estatales, en los últimos años ellas fueron diversificadas para incluir la acción paramilitar. Hasta se parecen los nombres de los esquiroles que algunos hoy llaman “pata´e vaca” y en los años veinte llamaban “patas negras”.

La guerra interna, desde sus orígenes hasta hoy, ha sido un elemento de la acción de los explotadores, de tinte variopinto, contra los explotados. Pero claro que a través del tiempo, de esos casi cien años recogidos en este escrito, ha habido respuestas populares: desde las manifestaciones callejeras y las acciones jurídicas hasta la respuesta armada de sectores insurgentes. Todo ello en medio de una sociedad cuya “dirigencia” ha restringido y sigue restringiendo la democracia que ella misma pregona, que le niega derechos a la población en general mientras defiende con violencia sus posibilidades de continuar al mando de la sociedad para su propio beneficio. La guerra, como casi siempre, ha beneficiado a los explotadores.

La paz duradera

La paz verdadera, la armonía de la sociedad, es un bien sólo alcanzable con la eliminación de la explotación y aún entonces aflorarán nuevas contradicciones. Sin embargo, todo aquello que implique cambios sociales en dirección a ese objetivo es bienvenido. El actual proceso de conversaciones entre el gobierno, del sector de los especuladores financieros, y las insurgencias armadas, puede significar compromisos hacia la ampliación de la democracia que permitan un desarrollo de las contradicciones sociales en medio del respeto a las libertades que la misma burguesía pregona. La simple posibilidad de expresar descontento o de impulsar políticas alternativas sin temor a perder por ello la vida, es ya un avance importante.

Las conversaciones van más allá de esa necesaria construcción democrática: se han preacordado condiciones sobre la distribución y el destino de la tierra en el campo, sobre la construcción de una reforma integral de las relaciones en el campo; sobre la reparación, en lo posible, a las víctimas del conflicto ya centenario; sobre justicia alternativa y garantías de no repetición, en fin, sobre asuntos que atañen y benefician a la inmensa mayoría de la sociedad.

Claro que hay sectores sociales que se oponen al proceso por cuanto ven afectados sus privilegios de los cuales han gozado durante todo el tiempo de vida republicana; otros opositores han surgido entre quienes, al servicio de los primeros, han consolidado una fuerza sustentada en las armas y en el enriquecimiento ilícito, esos que hoy llaman “bacrim” herederos del paramilitarismo.

Las contradicciones no se eliminan por los procesos en curso. Sólo se espera que cambien su forma de desarrollo.