Opinión
Aterrizando
Tenía que ser Colombia, tenía que ser este momento y tenía que ser IAP.
/ Lunes 27 de marzo de 2017
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Integrante de International Action for Peace.
Hay procesos en la vida a los que no sabes ponerle un inicio, yo diría que el mío fue en Kenia. Desde ese momento algo dentro de mí empezó a moverse, a molestarme, a no dejarme seguir con mi vida tranquila y estable, y no paró hasta que consiguió que dejara mi trabajo, mi hogar, mi familia, mi gente y volara hasta Bogotá, donde a la vez que cerraba un ciclo empezaba uno nuevo sin tener idea de lo que me esperaba. Mucha gente cercana me dice que lo extraño no es la decisión que he tomado sino el tiempo que he tardado en hacerlo, y así lo creía yo.
Tras casi dos meses de estar aquí, voy entendiendo que lo hice cuando tenía que hacerlo. Tenía que ser Colombia, tenía que ser este momento y tenía que ser IAP. Muchas dudas y miedos me rondaron la mente -y el cuerpo- en los últimos días en España, pero al estar sentada esperando el despegue del avión con destino Bogotá esas sensaciones desaparecieron y se transformaron en una sola: seguridad, seguridad de estar haciendo lo que realmente quería. De alguna forma esto me hizo sentirme privilegiada, sentimiento con el que me levanto todos los días desde que estoy aquí, a pesar de que estos días puedan ser mejores o peores.
Me considero una persona de esas que creen en las señales que la vida te va mostrando, y Colombia lleva años llamándome de muchas formas: a través del activismo político, de compañeros colombianos que tuvieron que pedir refugio en España y con los que llegué a tener relación personal, de compañeros que vinieron a Colombia años anteriores a intentar poner un granito de arena en la lucha, o de compañeras colombianas con las que he ido coincidiendo en ámbitos académicos, políticos y personales, a través de los cuales me llegaban poco a poco trozos de historias de vida y de lucha de este precioso país.
Sin embargo, no fue hasta el año pasado, al conocer a IAP y entender lo que suponía el acompañamiento internacional, cuando decidí que así, sí. Personalmente creo que el acompañamiento supone subvertir mis privilegios como occidental -o gringa como dicen por acá- y aprovecharlos para facilitar de alguna forma el trabajo de las organizaciones de base campesina, en su lucha por la defensa de la tierra, del territorio y de sus derechos. Todo ello sin injerencia en el desarrollo de esta labor, lo que no significa que sea neutral. La neutralidad es opresora, al igual que el silencio, así que estoy contenta de estar posicionada en el lado de las buenas, aquellas personas que luchan día a día por una paz con justicia social.
Mucho leí sobre Colombia antes de llegar acá, sobre el conflicto, su origen y su desarrollo; y mucha fue la formación previa que nos proporcionaron desde IAP, antes de llegar y una vez aterrizadas. Sin embargo, a dos meses de estar aquí, no hago sino darme cuenta día tras día del complejo entramado que supone todo, de la dificultad que tiene entender un conflicto con más de sesenta años de duración, de entender la complejidad que supone la implementación real de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC-EP, o del cambio necesario en las dinámicas de lucha por parte de las organizaciones para que esta implementación sea real y conlleve una justicia social verdadera, entre otros. Ahora entiendo la necesidad de que el voluntariado sea de un año y no menos.
De igual forma, para asimilar todo lo anterior, son también necesarias unas comprensiones previas, como que aquí las distancias no se miden en kilómetros sino en tiempo -50 Km pueden suponer cuatro horas de viaje- o entender la importancia del contexto regional. Si bien el país se divide en departamentos, Antioquia, Santander, Córdoba, etc., realmente, en cuanto a la vivencia del conflicto, cobra mucha más importancia el enfoque territorial de cada región, como pueden ser el Catatumbo o el Magdalena Medio. Hay que ir visualizando esa calma aparente que esconde detrás tanto sufrimiento y que, si no quieres, no ves.
Dicen que todo esto se empieza a discernir poco a poco una vez pones los pies en región, los pies y el chaleco. Leí en un artículo de un compañero que el momento en el que pasas de ser una extranjera a una internacional es en el momento en el que te pones el chaleco, y es verdad, algo que aparentemente es sólo estético está cargado de mucho significado.
Mis primeras experiencias como internacional en estos dos meses han sido a través de tres salidas a región. Mi compañera Constaça, ya veterana en todo esto, ha intentado trasladarme en un tiempo récord y con mucha paciencia, cuidados y alegría, las premisas y puntos básicos necesarios para el desarrollo de nuestro trabajo.
El primero de los acompañamientos fue con la organización Aheramigua (Asociación de Hermandades Agroecológicas y Mineras de Guamocó) en una bonita vereda llamada Puerto Guamo, al sur de Bolívar, donde el acceso más fácil es en canoa a través del río. Allí, a pesar de la falta de servicios mínimos básicos y un abandono estatal abrumador, se reunieron líderes y lideresas para recibir formación política por parte de la Escuela de Formación Popular Sandra Rondón Pinto, con el objetivo de establecer estrategias de cara a una implementación efectiva de los acuerdos de paz.
Dos días después nos desplazamos a acompañar a Anzorc (Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesinas) en su primera asamblea ordinaria anual en otra vereda similar a la anterior, sin unos servicios estatales mínimos. Esta vez se trataba de Puerto Nuevo Ité (conocida como La Cooperativa), en el nordeste de Antioquia. Un lugar que ha sido objetivo una y otra vez del Ejército y los paramilitares. No hace muchos años que ha tenido que ser reconstruida por los propios campesinos y campesinas, tras sufrir bombardeos y saqueos. No era casualidad que la asamblea se realizara allí.
Tras unos pocos días de descanso, viajamos hacia el Catatumbo para acompañar a Ascamcat (Asociación Campesina del Catatumbo) a un encuentro para el “Diálogo útil para la construcción del Pacto Político por la Paz en el Norte de Santander”. El objetivo principal era denunciar ante las instituciones la presencia de paramilitares en la región.
No fue casualidad -ni mucho menos una concesión por parte del Estado- que tuviese lugar este encuentro, sino más bien una consecuencia de una gran movilización previa por parte del campesinado. Como en muchas otras ocasiones, no hubo presencia estatal, pero aun así se logró crear una delegación de interlocución conformada por diversos movimientos políticos y sociales. Los quinientos campesinos y campesinas provenientes de diversas veredas del Catatumbo no se habían desplazado durante horas por trochas interminables para nada.
De esta forma, a través de estas experiencias, he podido ir comprobando lo que se repite una y otra vez en la Colombia rural, que nada tiene que ver con la urbana. El abandono total estatal de zonas que tienen la desgracia de ser ricas en recursos naturales, donde históricamente ha estado presente la guerrilla de las FARC-EP y en las que ahora, tras su desmovilización, se está experimentando un repunte del paramilitarismo que quiere acaparar esas tierras y esos recursos. Esto hace revivir viejos -y no tan viejos- fantasmas que nunca han llegado a desaparecer del todo: represión y amenazas a la población civil, y de forma más concreta a líderes y lideresas que defienden esos territorios aun poniendo en riesgo sus vidas.
Me siento todavía como una gringa recién aterrizada que intenta ir componiendo este rompecabezas que significa el contexto político y social que vive la Colombia rural actual. Ahora toca observar y aprender mucho. Pero hay algo que sí puedo confirmar en el poco tiempo que llevo, y es la gran capacidad de superación de las organizaciones campesinas, de respuesta desde el empoderamiento en situaciones adversas, dentro de una lucha continua e incansable por la defensa de sus derechos, de sus territorios y sus tierras, que para eso los viven y las trabajan. Para que la tan ansiada paz venga de la mano de una justicia social real. Resiliencia dicen que se llama…