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Medellín, Antioquia y el mito de la antioqueñidad
Oto Higuita / Sábado 8 de abril de 2017
 

Por ser una ciudad cuya imagen cada quien exhibe como mejor le convenga o de acuerdo a sus intereses, no obstante los shows mediáticos y titulares de prensa, Medellín no escapa a una realidad innegable como es el desastre ambiental que está viviendo, mientras por otro lado la glorifican con un regionalismo exacerbado sus gobernantes baladíes.

El nacimiento y crecimiento del mito de la antioqueñidad

Conocida antaño como la “tacita de plata” y la ciudad de la “eterna primavera” a la que le cantaron grandes epopeyas que exaltaban no solo la pujanza, emprendimiento y alegría de su pueblo, sino también su riqueza natural colmada de montañas, bosques, aguas, valles y fauna silvestre; Medellín pasó de ser una bella y pequeña villa tras un proceso de transformación violento y de despojo, a una ciudad industrial entre las postrimerías del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Muy poco de su desarrollo fue producto de la planificación, sino resultado del ingenio que tuvieron los empresarios e industriales de aquellos años, aprovechando las condiciones que se presentaron. Un creciente comercio e intercambio de mercancías, explotación minera, con un incipiente proceso de producción industrial, acompañado de una política violenta de despojo y acumulación de tierras que generaría la migración forzada del campo a la ciudad (época de la violencia años 40 hasta los 60) que traería la mano de obra masiva y barata para la producción industrial. Los empresarios antioqueños supieron llevar al máximo la explotación, expansión, industrialización y consolidación de la urbe, y así la ciudad y la región pudieron poco a poco, a pesar del aislamiento a que estaba sometida entre las dos imponentes murallas montañosas que se elevan sobre su valle, conectarse con el resto del país y el mundo exterior a través del sistema ferroviario, la carretera al mar de Urabá, y la salida hacia la costa norte hasta convertirse en la segunda ciudad en importancia económica, política y cultural del país. Todo este proceso generó una gran transformación económica y social, al tiempo que le dio impulso al mito de la pujanza paisa y la antioqueñidad como una característica particular del grupo social y cultural de las comarcas de Antioquia, iniciando la ciudad y la región su camino a la modernización en un momento en que el crecimiento económico se daba hacia dentro de las economías locales y nacionales. Es el período idílico, de nacimiento y crecimiento del mito de la antioqueñidad.

Con un crecimiento económico sostenido y la urbe y área metropolitana expandiéndose a sus laderas, la acumulación capitalista fue un éxito. Con el boom económico, la burguesía industrial se desentendió de resolver la vieja paradoja que plantearon los economistas. Para contener y aliviar las grandes crisis y conflictos sociales que produce la acumulación capitalista, sostiene la economía clásica, hay que hacer una distribución equitativa de la riqueza, fórmula de la cual no se hicieron eco los pujantes empresarios, industriales y gobernantes antioqueños, no por desconocerla, sino por falta de interés. De ahí la pregunta: ¿cómo es posible que en medio de tanta riqueza, abunde tanta miseria? La falta de solución a este problema socio-económico (que en el fondo es político) es uno de los rasgos distintivos del gran empresariado antioqueño, y en general del colombiano, ahora acompañado por los nuevos ricos que dejó la mafia de ayer y los pocos traquetos que lograron escalar la pirámide de clases: acumular al máximo y distribuir al mínimo. Totalmente contrario a lo que ordena la teoría económica: la distribución de la riqueza social producida para estimular producción, consumo y crecimiento, así como para evitar altos niveles de exclusión y miseria.

El arcaico estereotipo de la antioqueñidad se niega a morir

El show al que nos tienen acostumbrados los mandatarios antioqueños ha contribuido a mantener con vida artificial un mito que se niega a morir, articulándolo con estereotipos arcaicos, como la antioqueñidad, que en el fondo no es otra cosa que el afán de apalancar posturas ideológicas con fines políticos. Propio de algunos grupos sociales y económicos con intereses particulares, que sienten amenazado su estatus social, económico e “identidad” cultural, ante los cambios y retos que se vienen dando en la sociedad donde las nuevas generaciones son protagonistas y buscan cambios.

El alcalde Federico Gutierrez, continuador del mito, persigue ladrones de celulares, fleteros y jefes de combos armados que luego deja en libertad la justicia por fallas en el debido proceso; se da prensa a costa de la solidaridad de la gente. “Gracias a todo Medellín y Antioquia (…) Este sentimiento tiene nombre, se llama solidaridad. Y lo más importante que tenemos que entender, es que de eso es de lo que estamos hechos los paisas y los antioqueños”: en el estadio Atanasio Girardot el día que la ciudadanía le hizo un homenaje a las víctimas de Chapecoense (http://bit.ly/2nByqc9). Actúa en contra de la implementación de los acuerdos, no tiene un solo planteamiento o propuesta seria sobre lo que puede significar la implementación para la paz urbana, dejando ver que lo único que le interesa son los recursos del posacuerdo para ejecutar las mismas políticas del fallido gobierno de Alvaro Uribe con la Ley de Justicia y Paz del 2005 para la desmovilización del paramilitarismo, que hoy sigue vivo y asesinando líderes sociales, sobre lo cual no ha hecho el más mínimo pronunciamiento como mandatario de la segunda ciudad del país. Su supuesta solidaridad ante la tragedia y la muerte, es cuando le conviene y le da imagen.

El gobernador Luis Pérez va en la misma “línea” que el alcalde, en contra de los acuerdos de paz de los cuales solo se pronuncia para hacer críticas y denuncias infundadas sobre las ZVTN; el papel que están cumpliendo las guerrillas en las Zonas de Transición en favor de la paz y la reconciliación. Solo se interesa por deslegitimizar y desconocer a los movimientos sociales y la Cumbre Agraria que trabajan por los acuerdos, a través de su secretaria de gobierno Victoria Eugenia Ramírez; guardar silencio inexplicablemente ante los asesinatos de los líderes asesinados por el paramilitarismo en el departamento y Medellín; y para engrandecer su imagen de falso demócrata, condecoró al cantante de reguetón Maluma que, según él, ha dejado “en alto el nombre de Antioquia” en muchas partes, así sus canciones dejen muy bajo el trato a la mujer y sean la versión “moderna” del estereotipo de la antioqueñidad. Ni la Asamblea de Antioquia se quiso quedar atrás en la ola de homenajes y propuso declarar hijo adoptivo a un corrupto e inepto como el ex procurador Alejandro Ordóñez, quien se lavó las manos con la investigación sobre el robo y desfalco de 17 billones de Reficar y se hizo reelegir a su cargo intercambiando empleos con algunos magistrados.

El 1 de abril marchó la ciudad-región encabezada por el más connotado predicador de odio y mentiras del país, arrastrando a sus fanáticos seguidores y hasta a un reconocido representante del crimen y la mafia, como alias Popeye, al altar de la adoración: donde se exalta y pide perdón y excarcelación para sus funcionarios corruptos, pero se condena a los del bando contrario; donde se recuerda y glorifica a unos presos y perseguidos por los crímenes que cometieron, pero se olvida y condena a otros; donde se alaba la familia monogámica y heterosexual, pero se condena y niegan los derechos a otros tipos de familia consagrados por las leyes como las parejas de un mismo sexo; donde se condena a gobiernos vecinos que enfrentan golpes de Estado y luchan por no arrodillarse a la potencia del norte, pero respalda a gobiernos serviles a ésta. Esos son los valores que todavía pregonan los defensores de un pasado que se niega a morir con una exacerbada e hipócrita devoción religiosa, aferrados a posturas ideológicas que incitan a la guerra y el odio, a la exclusión, la discriminación y la negación de derechos de otros grupos sociales, que con todo derecho reclaman reconocimiento, inclusión y respeto. Son un sector de extrema derecha dura, peligrosa, que se niega a los cambios, a perdonar, a reconciliarse, a vivir, a dejar vivir y a abrazar la bandera de la paz. El mito decadente de la antioqueñidad seguramente no representa a la mayoría de ciudadanos del departamento. Debe ser muy duro para este sector político verse enfrentado a una derrota.