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Continuidad de la pedagogía para la guerra
¡Libertad para Mateo!
Miguel Ángel Beltrán Villegas / Sábado 15 de abril de 2017
 

“He aprendido en este oficio que los que mandan no sólo

se detienen ante lo que nosotros llamamos absurdos, sino que se

sirven de ellos para entorpecer la consciencia y aniquilar la razón.

Saramago

Ensayo sobre la Lucidez

Hace ya más de un mes que los medios oficiales de comunicación y el Gobierno informaron sobre la detención de “Mateo” y “El Cojo”, según esta misma fuente “autores de al menos 10 atentados terroristas en Bogotá entre marzo de 2015 y octubre del 2016”. En rueda de prensa, el ministro de defensa Luis Carlos Villegas afirmó que los detenidos estarían detrás de los explosivos contra Novartis, Banco de Colombia, Cafesalud, Banco de Bogotá, Capital Salud y la sede la DIAN, agregando además que no se descartaba que estuvieran implicados en el ataque ocurrido en La Macarena que le costó la vida a un patrullero.

La contundencia con que el titular de la cartera de Defensa señaló públicamente la responsabilidad de los mencionados ciudadanos en dichos atentados contrasta con la postura que ha asumido a la hora de señalar los autores de los asesinatos sistemáticos a líderes sociales que en el 2016 y lo que va corrido del año, sobrepasa la cifra de 120 muertos. En este último caso, a contrapelo de las evidencias, este ente gubernamental ha afirmado no sólo que se trata de casos aislados sino que no existe documentación que indique que paramilitares estarían detrás de dichos crímenes, como lo denunció el reciente informe anual de Derechos Humanos de la ONU.

En Colombia, el artículo 29 de la Constitución Nacional señala que toda persona es inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable. No obstante, este principio de presunción de inocencia se viola sistemáticamente, más aún cuando se trata de estudiantes universitarios o miembros de la oposición social y política que han sido privados de la libertad por ejercer un pensamiento crítico. En la gran mayoría de estos casos el sindicado debe probar que es inocente de los cargos que se le imputan y permanecer encerrado en una cárcel mientras se surte un costoso y dilatado proceso en el que brilla la ausencia de garantías procesales.

La arbitraria detención del joven Mateo Gutiérrez León, estudiante de sociología de la Universidad Nacional, ilustra cómo actúa la “justicia” mediática en estos casos: la imputación de cargos que hicieran los medios de comunicación y el titular de Defensa nada tiene que ver con la acusación presentada por la Fiscalía General de la Nación, que a duras penas –y con la ayuda de un parcializado juez “de garantías” y del Ministerio Público- pudo sindicar a Mateo de hechos menores acaecidos hace cerca de un año y medio en dos puntos de la ciudad.

Es claro que la captura de Mateo y su presentación ante la opinión pública como un “peligroso terrorista” tuvo como trasfondo inmediato la directriz presidencial dada el día anterior a la policía en el sentido de “capturar de manera inmediata a los responsables del atentado de la Macarena” y dar así un parte mediático de tranquilidad a la ciudadanía bogotana, tras el fallecimiento del patrullero Albeiro Garibello. Para ello se recurrió a un “falso positivo judicial”, práctica que ha ejercido de manera sistemática el Estado colombiano y que, entre otras cosas, busca mostrar la capacidad operativa de las autoridades incriminando en hechos delictivos a personas inocentes que proceden de familias de escasos recursos o como en el caso de Mateo, tienen un cierto perfil crítico.

Una inteligencia militar poco inteligente

En su tarea de elaborar montajes judiciales los servicios de inteligencia no se detienen ante la más mínima consideración, llegando a procedimientos absurdos. Las circunstancias que llevaron a la detención de Mateo Gutiérrez y su posterior reclusión en la cárcel nacional Modelo, bajo la sindicación de los delitos de terrorismo, hurto calificado y agravado, concierto para delinquir y tráfico, fabricación o porte de armas no constituyen la excepción a esta regla. Al punto que el accionar de los organismos estatales inevitablemente nos recuerda al protagonista de El Otoño del Patriarca cuando ordenó que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga.

En efecto, la captura de Mateo se hizo con base en la declaración de una de las víctimas que en el momento de los hechos era menor de edad y que identificó a la persona que lo amordazó como un individuo de tez morena, cabello rubio recogido y depilado. Cerca de un año y medio después el mencionado testigo, en un reconocimiento fotográfico, cuyo procedimiento arroja serias dudas, señaló a Mateo como el responsable de haber colocado el explosivo panfletario en el lugar de los hechos que se le imputan. Pero lo cierto es que la descripción física hecha por el testigo no coincide con la de Mateo que es una persona de tez blanca, de pelo castaño oscuro, cejas pobladas y que desde sus años de adolescente no usa el cabello largo, como lo puso de presente su abogado defensor Eduardo Matías.

En el colmo de la desinformación, los medios de comunicación dieron a la publicidad fotografías de Mateo que muestran cambios en su apariencia física y que a decir de los perspicaces investigadores de policía judicial fueron hechos “para intentar burlar a las autoridades”. Más allá del hecho significativo que se trata de instantáneas fotográficas tomadas en diferentes momentos de su vida, resulta absurdo que los cambios en la apariencia física sean ahora judicializados. Con razón el humorista Jaime Garzón y los personajes salidos de su creativa imaginación, como Heriberto de la Calle o Godofredo Cínico Caspa estuvieron siempre en la mira de los servicios de inteligencia.

Pero la cadena de irracionalidades no termina aquí. Según fuentes policiales difundidas por los principales medios de comunicación, Mateo viajó a Cuba a realizar un curso de explosivos y aunque en la imputación de cargos la Fiscalía no hizo referencia a esta absurda acusación, el hecho es sintomático de la mentalidad de los funcionarios del aparato policial que, aún siguen abrevando de los esquemas mentales que nos legó la “guerra fría”. ¿Es acaso esta la “nueva policía” para el posconflicto” que recientemente anunció Santos? Quizás convendría recordarles que hace ya varios lustros que el gobierno cubano en cabeza de Fidel Castro hizo público su deslinde de la lucha armada como camino para acceder al poder.

Es sobre estas falsas evidencias que los organismos inteligencia fabricaron el “caso Mateo”, en el cual resultaron tan poco creativos que a la hora de asignarle un “alias” utilizaron no el de “Eulogio” o “Pablito” como ya lo han hecho en el pasado, sino que hicieron uso de su mismo nombre de pila. Tampoco fueron mucho más imaginativos con el taxista Steven Buitrago, quien para el momento de la detención de Mateo llevaba ya varios días en poder de las autoridades (a pesar de que fueron presentadas como capturas simultáneas) y a quien los servicios de seguridad hicieron aparecer como “el cojo” pese a que este hombre jamás ha padecido limitación física alguna que permita identificarlo con dicho mote.

Montajes judiciales a la comunidad universitaria, ¿hasta cuándo?

La práctica de los montajes judiciales contra la comunidad universitaria tiene un largo historial en nuestro país. Baste recordar aquí el caso del dirigente sindical y profesor de la Universidad del Atlántico Jorge Freytter secuestrado, torturado y asesinado en el 2001 y que en los días previos a su crimen fue detenido por la fuerza pública, acusado de una supuesta omisión de asistencia alimentaria; o, también el del sociólogo Alfredo Correa D’Andreis, quien fuera señalado de ser un importante ideólogo de las FARC y tras recobrar su libertad luego de varios meses de prisión, acribillado en una calle de Barranquilla. En uno y otro caso se demostró la participación del Estado en connivencia con organizaciones paramilitares.

Este mecanismo de los “falsos positivos judiciales” –que se intensificó con las políticas de la mal llamada “seguridad democrática” del ex presidente y hoy senador Álvaro Uribe Vélez- continuó siendo bajo las dos administraciones del gobierno de Juan Manuel Santos un instrumento represivo para debilitar el accionar de los movimientos políticos y sociales de oposición y sembrar temor entre aquellos que participan en acciones de legítima protesta y resistencia social. Práctica que continúa incluso después de la firma de los acuerdos de paz de La Habana, como lo constatan las recientes capturas masivas de líderes sociales en diferentes regiones del país.

Se trata de judicializaciones que están plagadas de violaciones al debido proceso: capturas irregulares legalizadas por jueces “de garantías”; desconocimiento del derecho a la presunción de inocencia; estigmatización ante los medios masivos de comunicación; utilización de pruebas ilícitas obtenidas violando derechos fundamentales y principios constitucionales; evidencias adquiridas de manera ilegal; utilización de falsos testimonios; presiones por parte de la Fiscalía para lograr la autoincriminación del sindicado y dilación del proceso, sin contar con el tratamiento de “enemigo interno” que recibe por parte de los funcionarios del INPEC (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario).

La persecución y estigmatización a la sociología crítica

Además de lo anterior, en el caso de Mateo hay otra situación que preocupa: se trata de la persecución y estigmatización de los estudiantes adscritos a las Facultades de Ciencias Sociales y, en particular, de Sociología. Sobre esta última se ha construido un imaginario “subversivo” que la ha convertido en blanco de sectores sociales y políticos que todavía ven en dicha disciplina una amenaza al status quo. Así sucedió en América Latina, en los años sesenta y setenta cuando se generalizaron las dictaduras militares y los gobiernos autoritarios del continente que cobró la vida o en el mejor de los casos forzó al exilio a muchos académicos e intelectuales vinculados a estas facultades.

Colombia no ha sido ajena a esta tendencia, pues bajo el manto de una democracia formal que encubre el accionar terrorista del Estado, numerosos(as) sociólogos(as) han sido perseguidos(as) por su pensamiento crítico. Así, a finales de los setenta, y al amparo del “Estatuto de Seguridad” del entonces presidente Julio César Turbay Ayala, la socióloga Maria Cristina Salazar estuvo encarcelada 15 meses sin que se hallaran pruebas en su contra; años después el sociólogo y escritor Alfredo Molano tuvo que salir del país varias veces amenazado por la intolerancia de los gobernantes de turno y enfrentar cargos de calumnia e injuria por develar los nexos de la familia Araujo con organizaciones paramilitares.

Más grave aún: algunos sociólogos y cientistas sociales han sido asesinados por su compromiso con una academia crítica. Es el caso del profesor Edgar Emiro Fajardo, el ya mencionado sociólogo Alfredo Correa D’Andreis y el docente de la Universidad Pedagógica Nacional Darío Betancur, cuyas investigaciones sobre la conformación mafiosa en el norte del Valle permitieron identificar posibles responsables de la “masacre de Trujillo”, donde decenas de campesinos fueron asesinados a manos de narcotraficantes y miembros de la fuerza pública, acusándolos de constituir las “bases de la guerrilla”.

Y es que la Sociología –nos recuerda Bourdieu– es una ciencia que incomoda y que fastidia. Esta fue quizás la razón por la cual Mateo Gutiérrez teniendo la posibilidad de ingresar a una universidad privada gracias a su excelente desempeño académico, no se dejó tentar por el engañoso y demagógico programa “Ser pilo paga” y optó por estudiar sociología en la Universidad Nacional, atraído por la tradición que forjó este Departamento en sus investigaciones sobre la realidad nacional como lo fue el libro sobre la violencia en Colombia, realizado por Orlando Fals Borda, Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna, así como otros estudios que, en su momento, se erigieron en referentes fundacionales en el campo de la investigación rural, urbana y política, entre otros.

Tradición que, debe decirse, no sólo ha sido dejada de lado sino muchas veces ignorada, sin duda porque la institucionalización progresiva de un campo disciplinar –contrario a lo que pretenden hacer creer algunos pregoneros de una academia aséptica- es el resultado de luchas políticas en su interior por la definición de sus fronteras, sus enfoques, sus orientaciones, donde están en juego capitales simbólicos de diversa índole, y acechan permanentemente poderes temporales que se escudan en discursos altamente politizados revestidos de una impoluta “cientificidad” y “neutralidad”.

Es esta preocupación la que llevó a Mateo a cuestionar -luego de cursar varios semestres de la carrera de sociología- una academia que se reclamaba a sí misma apolítica: “Qué triste –nos dice Mateo- creo que el sentido con el que nació nuestro departamento fue otro, aportar algo al país, su gente y construir una academia que corresponda con las necesidades y el proceso histórico colombiano. Espero que los que aún nos consideramos como parte del legado de Fals y Camilo saquemos la cara e intentemos darle una orientación a nuestra alma mater, que así a muchos les pique debe abordar problemas políticos”.

El delito de ser joven en Colombia

Por otro lado, la persecución contra Mateo Gutiérrez León, su estigmatización ante los medios de comunicación y su absurda judicialización ilustra cómo los jóvenes en el país siguen siendo las principales víctimas del terrorismo de Estado. Así lo ejemplifica el caso de millares de jóvenes que hoy se encuentran tras las rejas, purgando largas penas por delitos que jamás cometieron. La gran mayoría de ellos no contaron en su momento con los recursos económicos para hacer una adecuada defensa, ni mucho menos con la solidaridad y el apoyo de una sociedad que legitima su silencio frente a estas injusticias con la trillada frase: “si está allá es porque algo habrá hecho”.

Pero ni Cristian Leyva ni Erika Aguirre ni Xiomara Torres ni Carlo Carrillo ni Omar Marín ni Jorge Eliécer Gaitán ni Carlos Lugo, entre muchos otros estudiantes que resulta imposible listar aquí, cometieron delito alguno y la mejor prueba de ello es que tras permanecer varios años privados de la libertad, el ente acusador jamás pudo comprobar responsabilidad penal alguna, salvo el “delito” de expresar a través de la protesta pacífica, la escritura o la música su sensibilidad de jóvenes críticos e inconformes con una sociedad cada vez más deshumanizada. Todos y todas ellas, en su momento fueron presentados por los medios masivos de comunicación, como peligrosos(as) terroristas, pertenecientes a células guerrilleras urbanas y autores de numerosos atentados. No obstante una vez fueron absueltos o recobraron su libertad por violación al debido proceso, poca o ninguna información al respecto publicaron esos mismos medios.

Quienes conocemos a Mateo y hemos tenido la oportunidad de dialogar con él, sabemos de su rebeldía frente a lo establecido, de sus sueños, ilusiones y utopías que es la de todos aquellos que deseamos construir un mundo más justo y mejor. Porque Mateo no es sólo un joven con ideales sino también con ideas. Así nos lo ha dejado consignado en uno de sus últimos escritos. “ Colombia –nos dice- sería un país menos violento si a la hora de un reclamo de los campesinos, de los trabajadores, de las mujeres, los indios, negros y de todos los sectores que conforman la gran pobresía (sic) colombiana, se respondiera con soluciones efectivas y sobre todo participación y protagonismo político, y no con policía, encarcelamiento, asesinato y represión”.

Pero en Colombia este tipo de reflexiones críticas que cuestionan la legitimidad del régimen resultan peligrosas. Porque aunque en el discurso institucional se exalte la importancia de los jóvenes para la construcción de paz, lo cierto es que cuando éstos se asumen como sujetos sociales dispuestos a luchar por una paz que signifique la transformación de sus condiciones estructurales de pobreza y exclusión, corren el riesgo real de ser judicializados o asesinados. Crímenes como los del menor de edad Nicolás Neira y el estudiante universitario Miguel Ángel Barbosa, a manos del ESMAD (Escuadrón de Sicarios que Matan a Disidentes) dejan en claro el tratamiento dado por el estado colombiano a la juventud crítica.

Otra de las modalidades de criminalización contra los jóvenes en Colombia, que cobró particular gravedad cuando el actual premio nobel de paz se desempeñaba como Ministro de Defensa, fueron los llamados eufemísticamente “falsos positivos” (asesinatos a sangre fría perpetrados por agentes del Estado) y que quedaron al descubierto a finales del 2009 cuando varios jóvenes entre los 20 y 25 años, provenientes del municipio de Soacha al sur de la capital del país, fueron asesinados y presentados como guerrilleros abatidos por el ejército. En estos casos las víctimas son jóvenes que revisten ciertas características sociales y que los convierten en el blanco de la acción criminal del Estado

Universidad y ¿posconflicto?

La firma del Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una Paz Estable y Duradera, firmado el pasado 26 de noviembre entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y los delegados de paz de las FARC- EP; así como los actuales diálogos que se adelantan en la ciudad de Quito (Ecuador) con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) abren, sin duda, una esperanza para que en Colombia cese la persecución en contra de los líderes sociales, y se creen las condiciones para que los ciudadanos puedan ejercer el derecho a la legítima protesta.

En concreto el punto 2 de los Acuerdos de La Habana (Participación política: Apertura Democrática para Construir la Paz) es claro en afirmar que para la consolidación de la paz en Colombia se requiere “la promoción de la convivencia, la tolerancia y la no estigmatización, que aseguren unas condiciones de respeto a los valores democráticos y, por esa vía, se promueva el respeto por quienes ejercen la oposición política”.

Sin embargo, esto no podrá ser posible mientras el sistema judicial colombiano continúe actuando como un aparato de guerra que aplica el derecho penal del enemigo a quienes se atreven a cuestionar las políticas oficiales del Estado o a reivindicar sus derechos fundamentales, garantizando al mismo tiempo la impunidad para los agentes estatales o paraestatales que han cometido delitos muchos de ellos reconocidos como de lesa humanidad.

Tampoco contribuye a una verdadera pedagogía de paz la actitud de la gran mayoría de la comunidad universitaria que observa con indiferencia cómo uno de sus integrantes es injustamente perseguido y confinado en una cárcel y, menos aún, el silencio de las directivas universitarias, que en el mejor de los casos hace público un comunicado donde lejos de reivindicar la universidad como un espacio plural en el que deben tener cabida la diferentes visiones y expresiones de la sociedad, su preocupación fundamental es deslindar responsabilidades frente a cualquier hecho que pueda poner en cuestión la tarea misional que se ha autoimpuesto de profesionalizar mano de obra para el mercado de trabajo.

El papel de la Universidad en el “posconflicto” no puede concebirse como la explotación de una temática, que se proyecta como una fuente económica para extraer recursos financieros que contribuyan a subsanar su déficit presupuestal, vía especializaciones, maestrías o cursos abiertos de todo género sin pertinencia social alguna; mucho menos para incrementar los puntos en la hoja de vida de sus docentes a través de investigaciones donde prima miradas hegemónicas que no permiten la expresión de enfoques críticos. Contrario a ello, la universidad debe generar las condiciones para la producción colectiva -desde una perspectiva pluralista, y abierta al diálogo de saberes- de un nuevo conocimiento orientado a la renovación de la vida social, política, económica, cultural del país y de la sociedad en su conjunto.

Se trata, ante todo, que desde la universidad reafirmemos la riqueza irremplazable de la multiplicidad de perspectivas, iniciativas y cosmovisiones del mundo. Esto no se logrará, sin embargo, con una academia encerrada en su torre de marfil, dedicada a la contemplación narcisista, como si fuese poseedora de una visión definitiva e inobjetable, que ya no requiere de la confrontación con otras interpretaciones o que sólo reconoce otras voces cuando su función queda reducida al simple asentimiento; en fin, con una academia en la que -parafraseando a Elías Canetti- “cada hombre sea retratado y le rece a su propio retrato”.

Sin duda, la arbitraria detención de Mateo nos lleva a repensar el papel de la universidad en el mal llamado “posconflicto”, pues no es posible hacer una verdadera pedagogía de paz en las universidades mientras contemplamos con indiferencia que integrantes de esta comunidad son perseguidos y encarcelados injustamente. Desterrar la guerra del campus no supone que las paredes se pinten de blanco, sino que ellas griten: ¡Libertad para un inocente, libertad para Mateo!