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La potencia transformadora de los Acuerdos de La Habana
Xiomara Torres / Viernes 25 de agosto de 2017
 

A lo largo de 2017 se han llevado a cabo discusiones en torno al estado de implementación de los acuerdos de paz, entre el Gobierno y las Farc-Ep. Si bien el balance no es muy alentador, especialistas en el tema como Jairo Estrada, representante ante el Congreso de la república del movimiento político Voces de Paz, y Pedro Galindo, asesor metodológico para el Censo Socioeconómico para la Reincorporación de las Farc-Ep a la Sociedad Civil, concuerdan en el potencial transformador que el Acuerdo posee.

El acuerdo de paz no solo posibilita un nuevo marco normativo, sino que abre nuevas posibilidades al régimen de luchas sociales y culturales en el país. Con esto, viene consigo una nueva correlación de fuerzas, que aunque muy asimétricas y desiguales, implican un nuevo campo de disputa, en donde lograr la concertación y decisión entre el Estado, los actores sociales, económicos, políticos y la academia, es fundamental para materializar la construcción de paz en las nuevas territorialidades que emergen luego del desarme de esta guerrilla.

Estas territorialidades emergen en una sociedad en la que históricamente no se ha podido solucionar el problema de la tierra. En ese sentido el acuerdo, especialmente el punto 1 sobre Reforma Rural Integral y el punto 4 sobre Sustitución de Cultivos de uso Ilícito abren el debate a una agenda normativa respecto a los derechos de acceso a tierras para las comunidades agrarias y un plan de acción para abordar las problemáticas de acceso a la tierra por parte de parceleros y comunidades campesinas dependientes de la economía cocalera. No obstante, la Reforma Rural Integral enfrenta problemas estructurales, en la medida en que propuestas normativas anteriores como las iniciadas en el país con la ley 200 de 1936, - la ley de Tierras- , hasta la ley 160 de 1996 – por medio de la cual se crea el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural- no han podido solucionar, debido a los intereses asociados a la concentración de las tierras y las contrarreformas agrarias impulsadas en este sentido.

Así las cosas, entre los retos de la implementación de los acuerdos se encuentra: primero, resolver los conflictos por aspiraciones de tierras que actualmente tienen los territorios campesinos, indígenas y afrocolombianos; y segundo, garantizar la construcción participativa y concertada con las comunidades y autoridades locales, regionales y nacionales de la puesta en marcha de los planes nacionales de sustitución de cultivos de uso ilícito; en ese sentido se trata de fomentar la sustitución voluntaria, la generación de políticas públicas, oportunidades productivas y la presencia del Estado en los territorios con un paquete de servicios integrales que contribuya a resolver los problemas de uso del suelo que este tipo de economía ilegal genera.

Son retos de la mayor importancia si se tiene en cuenta que la institucionalidad agraria no ha podido resolver estas problemáticas, puesto que ha venido careciendo de rutas sociales que contribuyan a la resolución de estos conflictos y por el contrario, históricamente se ha dedicado a la profundización de los mismos; principalmente porque el diseño institucional encargado de la titulación de tierras, hoy representada en la Agencia Nacional de Tierras – ANT- es débil y porque el Gobierno nacional, en palabras de Jairo Estrada quiere una paz que conlleve un bajo costo fiscal, con lo que se deja en veremos la posibilidad de tener una apropiación presupuestal robusta que resuelva el problema de la titularidad, tenencia, protección y restitución de los derechos territoriales de campesinos, indígenas y afrocolombianos.

No obstante, la potencia transformadora de los acuerdos desata también la emergencia de nuevos actores políticos que, junto a la refundación del movimiento social, provocan nuevas formas y tipos de violencia, que se levantan en resistencia a la apuesta democrática que trae consigo el pacto de La Habana. En esa medida, es importante empoderar a las comunidades rurales para que puedan afrontar las amenazas que sobre ellas se ciernen, cuando en este momento histórico la participación de las mismas es fundamental para la materialización del Acuerdo.

Esto implica que la construcción de la paz territorial pasa por la potenciación de los actores inmiscuidos en el conflicto por la tierra, en especial los más débiles y segregados históricamente, ofreciendo seguridad y garantías de participación para las resistencias de lo nuevo y de lo viejo; más aún si se tiene en cuenta que durante el proceso de negociación y hoy con la implementación, se siguen generando amenazas y asesinatos en contra de reclamantes de tierras y de los líderes de los movimientos alternativos de país.