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Opinión
Relación entre poesía y coyuntura actual
Eduardo Gómez / Martes 29 de agosto de 2017
 

Nunca la humanidad en toda su historia se había visto tan inminentemente amenazada en su conjunto, como ahora, hasta el punto de que los científicos hablan de un plazo aproximado de cien años para que la especie humana se extinga, si los daños al equilibrio de las potencias y elementos constitutivos de la Naturaleza continúa con la intensidad y el ritmo vertiginoso que presenta ahora como resultado del consumismo desaforado, la explotación incontrolada de recursos y la insensibilidad creciente de la mayoría de la población mundial. Sin embargo, la inminencia de esta catástrofe progresiva no parece arredrar o frenar a los máximos responsables (ante todo, los círculos gobernantes de los países capitalistas más desarrollados) a pesar de las reiteradas advertencias de los científicos, los ecólogos y humanistas de todas las tendencias, hasta el punto de que la humanidad está entrando en un proceso de suicidio progresivo como especie porque nadie, con una información mediana, puede alegar ignorancia de lo que sucede. Más aún, la plutocracia mundial y los políticos de las potencias dominantes en el capitalismo han llegado al extremo de preferir regímenes fascistas o, en todo caso cercanos a esa tendencia, antes que permitir transformaciones (incluso moderadas) que lleven a la racionalización, democratización y humanización de la economía y la organización social, únicas formas de corregir y superar en un plazo adecuado el despilfarro, la explotación irresponsable y la deshumanización de las relaciones. Al respecto, recordamos algunos casos muy conocidos en la historia mundial del último siglo como cuando las clases dominantes en España prefirieron el régimen franquista al afianzamiento de la República (con la taimada complicidad de las potencias occidentales) y la burguesía alemana de esos años favoreció el surgimiento del nazismo antes que permitir el fortalecimiento de los partidos populares y democráticos. Al mismo tiempo, en Latinoamérica fueron instauradas una serie de dictaduras sanguinarias, que se afianzaron con la protección de Estados Unidos.

Colombia ha sido en Hispanoamérica el país más proclive a esa represión violenta en los últimos sesenta años y el que se ha convertido en el fortín más amenazante al servicio del imperialismo estadounidense. En consecuencia, es en este país donde el desafío para los intelectuales, escritores y artistas, de superar las vacilaciones respecto a la lucha que es preciso desarrollar ante el peligro de la desaparición de la especie, aparece como más exigente.

No creo necesario entrar en las viejas y desgastadas polémicas que pretendían desligar, y hasta enfrentar, el pensamiento y la acción político-social con una pretendida estética pura, así como tampoco puedo estar de acuerdo en las pretensiones del bando contrario que aspiraba a hacer de las artes un compromiso partidista sectario y pedagógico-moral. Estas polémicas se han envejecido, ante todo por los hechos históricos que muestran cómo la cultura es la más agredida cuando la tiranía de la tecnocracia al servicio de la acumulación de riquezas materiales, se consolida en el poder. Para cualquier observador lúcido es evidente que está en marcha un proceso interno de destrucción del arte, mientras con frecuencia se entronizan una ciencia enjaulada (al servicio preferente de las guerras de dominación) y una técnica degradada como instrumentos deshumanizantes. La mercantilización de las artes plásticas, el subjetivismo delirante de las vanguardias y la dictadura de la publicidad en la gran prensa y en la televisión, manipuladas por el gran capital, son factores determinantes en esa tendencia autodestructiva.

Si hemos tomado consciencia de que la revolución chavista ha iniciado en Latinoamérica una modalidad evolutiva y relativamente pacífica (nunca antes ocurrida en la historia) hay que concluir que es precisamente en esta nueva modalidad, cuando las oportunidades de influir en el proceso de cambio, son más idóneas y accesibles para los intelectuales, escritores y artistas de auténtica vanguardia. No tendremos acceso a esa influencia histórica si no logramos una unidad dialéctica y orgánica entre el pensamiento y la praxis. De ese cambio existencial surgirá necesariamente una sensibilidad diferente y cultivada que nos inspirará obras artísticas de temática más universal y de más profunda objetividad. Es necesario crear una obra que se “contamine” cada vez más con las luchas comunes y esenciales que buscan la liberación de todos. Se trata de una creación que se configure mediante una nueva síntesis más compleja entre sensibilidad e inteligencia y que logre enriquecer esa sensibilidad como capacidad cognoscitiva “inherente al pensar, al mismo tiempo que está abierta a los laberintos de lo inconsciente, es decir, de lo onírico, pulsional e instintivo” [1].

Según Heidegger (refiriéndose a la esencia de la poesía en Hölderlin), es necesario “distinguir a la poesía como ‘esa tarea, entre todas la más inocente’ pero cuyo carácter lúdico-testimonial de lo que el hombre es, la torna ‘el más peligroso de los bienes’” [2]. En cuanto a la tradición clásica fundada por los griegos, ellos daban el nombre de poesía al conjunto de los diversos géneros literarios, que incluían el poema lírico, el relato, la novela y la tragedia. A todos ellos los denominan poesía porque en verdad los diversos géneros artísticos se hermanan (con variaciones) en una sensibilidad poética común. Entonces, para los griegos la poesía era una forma de conocimiento privilegiada, que abarcaba subgéneros como el poema dramático, el trágico, el poema pedagógico y el poema épico. Esa variedad se ha ido perdiendo para reducirla casi exclusivamente al lirismo especializado. Los grandes clásicos posteriores a Grecia como Shakespeare, Goethe, Dante, Quevedo, Schiller y Hölderlin, entre otros, asimilaron esa preciosa herencia griega, cultivando una poesía reflexiva y ambiciosa, abarcadora de todo tipo de temas, que sigue siendo paradigma para los grandes creadores de la modernidad en todas las áreas de la creación artística, aunque, claro está, con la exigencia de actualizarla.

Cada vez estamos menos solos en esa colosal tarea de interrelacionar de manera fecunda esos dos polos que secretamente se pertenecen: el Cosmos (origen y final de todo lo existente) y la voluble y pasajera condición humana (el logro más completo de la evolución). Con la Encíclica Laudato si, el papa Francisco inaugura una nueva era en la historia de la Iglesia porque está inspirada en las más nobles tradiciones del legendario cristianismo primitivo, en la teología de la liberación, en los más válidos aspectos de la pedagogía de los jesuitas, en la ciencia ecológica y en la sociología marxista, que entronca espontáneamente con las tradiciones míticas y ecológico-poéticas de los indígenas americanos, cuyas intuiciones en esta materia son asombrosamente anticipatorias y profundas. El sabio pontífice (que visitó dos de los países latinoamericanos con más tradición indígena) invoca en su encíclica los cánticos del inspirado poeta, amante de la naturaleza, san Francisco de Asís, quien en su honda sencillez exalta a todos los seres como hermanos porque están constituidos por los mismos elementos, aunque en combinaciones innumerables y grados de evolución diferentes. La encíclica asume con valentía, claridad y concreción, la crítica del despilfarro, la explotación inhumana y la dramática desigualdad social propias del capitalismo salvaje, neoliberal y neocolonial, y llama a todos los hombres de buena voluntad del planeta (sin distinciones de religión, clase social o partido) a superar este sistema mediante una organización social justa que ponga a la naturaleza, en forma racional y planificada, al servicio del desarrollo cultural y espiritual del hombre. Incluso un filósofo tan abstracto como Kant dice en sus reflexiones sobre la Ilustración que la humanidad no puede olvidar las valiosas conquistas que las revoluciones aportan, aunque aparezcan derrotadas por un tiempo. La clave está en acceder a una plena conciencia de que el hombre aislado es impotente y de que todo lo que afecte a los demás terminará afectándonos porque, como decía Marx, el hombre es un ser social por definición y no por elección. Las “sociedades” atomizadas, regidas por el individualismo y la competencia, donde el “triunfo” exige muy a menudo, la humillación y el fracaso de los otros, donde los que más producen son los que menos reciben, donde son necesarias las guerras para consolidar la economía y donde las crisis cíclicas inevitables sumen en la desesperación a países enteros, no tienen futuro. Sólo en una sociedad que merezca el nombre de tal, que ofrezca posibilidades concretas para dirimir e intercambiar de manera fecunda y civilizada, las diferencias y las individualidades, se logrará un futuro común de superación de la especie; y es en la misma lucha por lograrla que podremos realizarnos y vivir en poesía. Pero ese saber y esa conciencia tienen como punto de partida la sencilla pero profunda verdad que trato de expresar en el poema, “Soy los otros” y que dice:

Nada soy sin los otros
y cuando juego a ser
–sin ellos–
solitario y desolado
quedo
emparedado.

Es cierto que puedo prescindir
de muchos d’ellos
pero nunca de aquellos
necesarios
al mundo más humano con que sueño.

[1Gómez Eduardo, Ensayos de crítica interpretativa… (y) “Sobre la función estética y social de la poesía”, ediciones Uniandes, Bogotá, 2006, pág. 165

[2Gómez, Eduardo, Ibídem, pág., 165