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Testimonio sobre la aplicación de la “seguridad democrática” y el accionar paramilitar en Barrancabermeja
Cómo aprendimos la lección
Matilde Quevedo / Miércoles 16 de agosto de 2006
 

Cuando mi papá decidió votar por Uribe, empecé a preocuparme. Y no era sólo asunto de que a mí el “patrón” Uribe no me gustara, sino que eso significaba que algo había pasado al interior del pensamiento del señor Quevedo, otrora un gallardo liberal. No sabía cómo era posible que él, educado en la filas del liberalismo oficialista que reza: “peor que un godo, un liberal voltiao”, y fiel seguidor de Serpa, podía siquiera contemplar elegir como jefe de estado al paisita santurrón. Requirió tiempo darme cuenta qué había pasado con el viejo Quevedo y con aquellos al que el sistema les enseñó “muy sutilmente” cómo elegir a sus gobernantes.

Habitante de un barrio periférico de la ciudad, al igual que muchos, el viejo Quevedo se había acostumbrado a la presencia de las milicias del ELN y de las FARC-EP, y a sus acciones contra las Fuerzas Militares: que el bombazo allí, que este otro hostigamiento allá, uno tras otro cada semana. También se volvió costumbre que el ejército y la policía pensaran que quienes vivíamos en el barrio no éramos más que una “manada de guerrilleros”, tratándonos como tal según lo indicaran los rigores de la guerra. Eso desde que los barrios habían nacido, por allá en los años 80.

La toma de Barrancabermeja

Pasó el tiempo y un buen día empezaron los rumores sobre la llegada de los paramilitares. El 16 de mayo de 1998 así lo hicieron. Tras su llegada quedó un halo de dolor: de la manera más vulgar y despiadada, frente a las miradas inermes de los lugareños y con la complacencia de las Fuerzas Militares, asesinaron a siete vecinos y a 25 más los desaparecieron. Para Carlos Castaño, máximo jefe de los paramilitares en ese entonces, al igual que para las Fuerzas Militares, no eran más que simples guerrilleros que merecían morir bajo su “mano justiciera”.

Los rumores sobre lo que ocurrió con las víctimas del 16 de mayo hicieron peor el asunto y generaron terror entre los habitantes de los barrios populares de la ciudad. Se decía que se encontraban descuartizados en el camino, que habían sido lanzados a pozas llenas de caimanes, que habían sido incinerados… Lo único certero es que sus cuerpos no aparecieron, y con ello el terror se quedó en Barrancabermeja.

Y los rumores siguieron cumpliendo su función en este escenario de guerra: Carlos Castaño quería recibir el 2001 en una calle de Barrancabermeja, sentado en una mecedora tomando tinto. Tal noticia era para asustarse, pues aquél hombre haría lo posible para hacer realidad su antojo. Antojo que le costó a Barrancabermeja tener el lugar poco honroso de uno de los municipios más violentos del país, con la escandalosa cifra de alrededor de 900 asesinatos entre el 2000 y el 2001, es decir, una tasa aproximada de 250 asesinatos por cada cien mil habitantes.

El blanco de sus fusiles fue preciso y con objetivos muy claros: (i) con la finalidad política de desvertebrar el tejido social, atacaron a defensores de derechos humanos, sindicalistas e integrantes de distintas organizaciones sociales y comunitarias; (ii) con el propósito de controlar las posibles fuentes de financiación de la insurgencia, arremetieron contra contratistas y comerciantes que pagaban a ésta las llamadas “vacunas” y contra las familias vinculadas directa o indirectamente al hurto y comercialización de combustible; (iii) y finalmente, para causar terror, dispararon contra todo aquel que por el simple hecho de vivir en los barrios sur y nororientales, se hacía sospechoso de auxiliar a la guerrilla.

El nuevo orden paramilitar

Pero como diría el “patrón” Uribe: eso sólo era el desayuno, faltaba el almuerzo. En tres meses, desde diciembre del 2000 y marzo del 2001, los paramilitares concretaron su plan de “tomarse a Barrancabermeja”, pues se fueron instalando en los barrios que hasta el momento habían estado bajo el control de las milicias urbanas. A partir de ahí, se fue haciendo más claro lo que teníamos que aprender para poder “convivir” con ellos.

A medida que ingresaron a los barrios empezaron a imponer su orden y su ley, basados en conceptos moralistas y retrógrados, y en el uso de la fuerza por encima de la razón. Atacaron todo aquello que les olía a distinto: prostitutas, travestis, homosexuales, lesbianas, sindicalistas, líderes comunitarios… Intentaron corregir a golpes y mediante amenazas a la delincuencia común y a los “jóvenes desjuiciados”; buscaron mediante lo que ellos llamaron castigos, que no eran más que torturas, igualar el comportamiento y el pensamiento de los residentes de los sectores populares.

Sus preceptos llegaron a penetrar el interior de las familias, empezaron a inmiscuirse en las relaciones de parejas y en la relación padre-hijo. Es así como se conocieron casos aberrantes de torturas aplicadas a aquellos esposos que mantenían una relación conflictiva con su pareja. Por ejemplo, un hombre fue obligado a estar arrodillado bajo el inclemente sol barramejo, semidesnudo y con ladrillos sobre sus manos, como una forma de castigo por haber golpeado a su compañera. También fue común que para “corregir” cualquier clase de comportamiento “disfuncional” al interior de las familias, se recurriera a golpear con palos al infractor del nuevo “código” aplicado por los paramilitares.

Al mejor estilo medieval, los paramilitares fueron “corrigiendo” los comportamientos “desviados” de la ciudadanía barrameja: jóvenes rapados y obligados a barrer las calles portando letreros en los que se hacía referencia a su “mal comportamiento”, homosexuales obligados a caminar por las calles pregonando que volverían a la heterosexualidad, lesbianas violadas y cercenadas para que conocieran “un hombre”, señores amarrados a árboles durante largas jornadas para que “meditaran” su proceder, y niños azotados para que se portaran “bien” con sus padres. La lista de casos es larga, todos ellos tendientes a implantar un modelo de familia ideal, en la que se acata sin discusión la autoridad, en la que no hay cabida para opciones distintas a la heterosexualidad y en la que no es permisible ni admisible el conflicto.

Muchas familias se vieron obligadas a abandonar sus viviendas, las cuales empezaron a ser ocupadas por personas proclives al proyecto paramilitar, “depuración” que les fue permitiendo homogeneizar el pensamiento entre los habitantes de los barrios, pues o se pensaba y actuaba como ellos querían, o se corría el riesgo de ser “castigado”, desplazado forzosamente o asesinado.

Además de todo el terror implantado, empiezan a intervenir en negocios legales e ilegales a través de los cuales no sólo se financian, sino que también controlan a las familias que dependen de éstos. Es así como “administran” el denominado cartel de los hidrocarburos y las bolsas de empleo para trabajar en Ecopetrol, al tiempo que organizan empresas de vigilancia privada en los barrios, “servicio” que los habitantes bajo presión deben pagar y con el que además los paramilitares pueden conocer y controlar la dinámica social y política de los barrios.

Con el tiempo, el paramilitarismo se vio forzado a justificar su presencia en la ciudad, pues si habían logrado expulsar a la guerrilla como lo pregonaban, ¿qué sentido tenía su presencia? Fue entonces cuando simularon ataques guerrilleros, ataques en los que ellos lograban con la “ayuda” de la policía y el ejército, detener a la insurgencia. De la misma manera, montaron “espectáculos” de supuestos carros-bomba instalados por la guerrilla, repartieron volantes aparentemente firmados por la insurgencia -en los que ésta amenazaba con la “toma a sangre y fuego de Barrancabermeja”-, y se pusieron a la tarea de hacer pintas en las que se señalaba la presencia de las FARC en la ciudad.

Esta situación llegó al punto que la guerrilla se convirtió en una leyenda, en una especie de fantasma que en cualquier momento podía atacar, ante lo cual el proyecto paramilitar se presentó como el único capaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos. En estas circunstancias, el miedo de la gente ya no era sólo por la presencia “para”, sino también por la posibilidad de que la guerrilla incursionara y bajo el mismo argumento de que eran colaboradores del actor armado contrario, tuviesen que padecer de nuevo el horror vivido ante la incursión y posicionamiento paramilitar en la ciudad.

La lección aprendida

Fue una lección aprendida poco a poco: primero, con el terror causado por la posibilidad de ser objeto de sus ataques indiscriminados; luego, con la certeza que dieron sus “castigos ejemplarizantes” para saber cuáles eran las reglas, quién las ponía y qué se recibía ante su incumplimiento; y finalmente, con la creación de una situación de inseguridad, en la cual los paramilitares se presentaron como los salvaguardas de la integridad física de los habitantes de los barrios nor y surorientales.

Con estos hechos, y en plena coyuntura electoral, ¿cómo pedir que el viejo Quevedo votara por alguien distinto a Álvaro Uribe Vélez, quien representa mejor que nadie el proyecto paramilitar en el país? ¿Cómo no poner en práctica lo aprendido durante estos años de terror? ¿Cómo no hacerlo, si nos dicen que los otros candidatos son “comunistas disfrazados”, y la lección aprendida es que el comunismo es igual a dictadura y pobreza?

El proyecto paramilitar lo ha enseñado a la perfección: se está con ellos, sus reglas, sus candidatos, o se corre el riesgo de ser “castigado ejemplarmente” y el peligro de estar expuesto a la inseguridad causada por el accionar guerrillero, del cual sólo el paramilitarismo nos puede “salvar”. Cómo no votar por el patrón Uribe, si él nos garantiza que el paramilitarismo seguirá funcionando con sus singulares formas de hacer respetar la ley y de defender nuestra integridad. La tarea ahora es desaprender tan macabra lección y recuperar la dignidad.