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Opinión
Mirando atrás sin detenerse, sobre la movilización universitaria en Colombia hoy
Rafael Rubiano Muñoz / Martes 23 de octubre de 2018
 

En 1928, justamente hace noventa años, la prestigiosa Revista Universidad (1921 – 1931), creada por Germán Arciniegas, publicó un manifiesto titulado: “Universidad y patria” [1], en la que se exigía al gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez (1926 – 1930) y al Congreso de Colombia la creación de las universidades “departamentales”, quiere decir, demandaban erigir un “plan” donde a nivel regional, se fundaran universidades en las provincias.

Noventa años han transcurrido de la misiva que, entre otras, fue firmada por los intelectuales (liberales y de izquierda) más prestigiosos y quienes reclamaban del Estado educación en las regiones. Para los años veinte nuestra nación experimentaba la sacudida de la masificación y la presión de sectores obreros, y en parte campesinos (en esos años las ideologías socialistas surgen in crescendo, lo que se puede corroborar con la creación del PSR de la mano de María Cano y de Ignacio Torres Giraldo), que irrumpían en la aparente “paz” de las ciudades adormecidas por la herencia de la colonia hispánica apaciguada preferentemente por la mentalidad católica.

El país era manejado por unas élites “enquistadas” en el Estado y la administración pública, quienes con sus reminiscencias, aparentaban democracia y modernidad, cuando lo que pretendían era cristalizar en el alma de los colombianos una “nostalgia” reverencial que miraba atrás deteniéndose y congelándose en el siglo XIX. Esos años veinte fueron (y para el observador de hoy son) fascinantes, ya que fue la era en nuestra tierra donde las demandas por derechos ya no requerían los llamados a las “armas”, porque las que se esgrimían se hacían mediante la cultura oral y escrita, en la calle, con la movilización; actitudes políticas que alimentarían, después en el tiempo, el proyecto gubernamental de la Revolución en Marcha (1934.1938), liderado por Alfonso López Pumarejo.

Las exigencias de derechos laborales, educativos y hasta ideológicos o políticos, constituían la normal respiración de una ciudadanía, anhelante y expectante que aspiraba romper con la “modorra corrosiva” de un país todavía anclado en el siglo XIX. Por fortuna esos años fueron sacudidos por la movilización ciudadana y por la inferencia de ideologías foráneas, entre ellas, provenientes de la Revolución Rusa y el modernismo latinoamericano, lo que poco a poco arrinconó y fue agrietando el dominio de las élites y castas que habían monopolizado el poder desde 1885 con la regeneración, y de paso confrontaron a una generación política que compuso lo que se llamó la hegemonía conservadora con otra activa y candente, mucho más impulsiva.

En el ambiente individual y colectivo se alentó el inconformismo y el sentimiento de injusticia, la denuncia y, ante todo, la exposición pública contra la arbitrariedad, el despotismo y la “tiranía” de un régimen que se prolongó durante décadas. Estas actitudes se constituyeron en referentes de no pocas luchas e idearios de emancipación que le dieron un giro significativo a la vida del país entrado el siglo XX, como lo ha mostrado de modo excepcional María Tila Uribe [2].

Los años veinte fueron los años de la movilización estudiantil y junto a ésta se propició una era de cambios y transformaciones en nuestro contexto (incluido el latinoamericano), en la que a las demandas por derechos y por las garantías estatales, se sumaron las nuevas ciudadanías que emergieron en el trasfondo de sociedades impactadas por la urbanización, la industrialización y la proletarización, además por la sensibilidad ante una nación irritada por la desigualdad social y económica, por las escasas libertades, por la arbitrariedad de los usos jurídicos y constitucionales, por los monopolios de unas clases que en la “cultura de viñeta” y en la placidez de su confort y de sus comodidades pretendía mirar atrás detenida y petrificada. Estas movilizaciones y luchas llevaron a un nivel la presión y la tensión entre ciudadanías y Estado, lo que le indujo a las élites políticas del país proponer una solución en la que por un lado el Estado interviniera en el sentido de “incluir”, no de “apaciguar” lo que en ese tiempo se llamó “la problemática social”, o “los problemas sociales”.

En 1936 con una reforma constitucional y bajo la Revolución en Marcha, se dieron pasos agigantados por garantizar una educación secular y moderna, mejorar el ámbito laboral, se garantizó el sindicalismo y las ideas o ideologías de izquierda tuvieron campo y espacio en el hermético y polarizado cielo de la sociedad colombiana. Pero variados factores confluyeron en esos logros (el inconformismo, el deseo de democracia, las luchas sociales y ciudadanas y una mirada al mundo interno y exterior) que años después en los variados nudos políticos o procesos políticos del país, fracasaron con aquellos otros que miraban atrás detenidos, es decir, los sectores o grupos conservadores y de derecha, quienes con la “pausa” de Eduardo Santos, el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán el 9 de abril de 1948 (hace 70 años) enclaustraron a Colombia y la retrajeron, primero a un régimen falangista ultracatólico con Laureano Gómez en 1949 y con un golpe militar en 1953 por el militar Gustavo Rojas Pinilla, quien censuró, persiguió y cerró periódicos y por lo demás, realizó una masacre estudiantil en 1954, en las cercanías de la plaza de toros de Bogotá.

Mirando atrás ya sin detenerse, bajo el espíritu de la Reforma de Córdoba y de un profundo anhelo de cambio y transformación, de luchas y de movilizaciones empujadas por el inconformismo, se sacudieron las “telarañas” que se habían fijado desde el siglo XIX en los techos de las mentalidades que dirigían y lideraban al país. Lo que en últimas quería decir que el papel de la universidad y de sus pensadores e intelectuales –fue la época en que se demandaba de los librepensadores o de los liberales, una sensibilidad hacia lo social– fue crucial y hay que notar que muchos liberales y algunos pocos conservadores empujados por las “problemáticas sociales” se volvieron socialistas o comunistas e incluso anarquistas.

En esos tiempos, el primero que llamó la atención de la transición del liberalismo al socialismo, fue el pensador antioqueño Baldomero Sanín Cano, quien desde Madrid conminó a los progresistas del país, sin importar el bando ideológico a ser más consecuentes con los retos y las encrucijadas del país. Efectivamente no pocos bajo el inconformismo, se lanzaron a las aguas del socialismo o del comunismo en los años sucesivos. Como se recordará entonces universidad y cambio social constituyeron un binomio que, alentado por la onda expansiva Reformista de Córdoba de 1918, permitió al menos momentáneamente algunas reformas y transformaciones en la esquelética y cristalizada sociedad colombiana. Y no obstante los resultados, en esa época más que respuestas a las exigencias de derechos y soluciones momentáneas y fugaces o efímeras, se buscó, se batalló pensar (y hacer) al largo plazo, mejor, exigir en el caso de la educación pública, planificarla estatalmente y con una proyección que no tuviera la adversidad o el obstáculo de gobiernos de turno que la revocaran o la retrajeran, que empujaran esos avances y progresos jurídicos y políticos al abismo de la indiferencia o del descuido premeditado. De todos modos, al cabo del tiempo, del empuje progresivo y de revolución, el país se contrajo y de modo sucesivo no solamente instaló la reacción que produjo una contrarrevolución que se incrustó de 1957 hasta el día de hoy.

En la misiva “Universidad y Patria” (citado arriba en la Revista Universidad) se dijo, ya comenzando el año de 1928, que la universidad es un asunto político y lo político es un asunto de la universidad, quiere decir educativo y que, por lo tanto, toda problemática social involucra ineludiblemente los asuntos universitarios. ¿Cuáles van a ser las condiciones educativas que podrán soñar todos esos sectores vulnerados y vulnerables del país que no pueden acceder a la educación de mercado impuesto hace años mediante la educación privada?

En las marchas el 10 y 17 de octubre del presente año, no solamente regocija la cantidad y el compromiso de los estamentos universitarios, es de celebrar la constancia, vigencia, talento y resistencia de los estamentos en los derechos exigidos. Sorprende acaso no debería ser así, la vinculación de minorías de las universidades privadas que se sumaron al inconformismo.

De igual manera es de celebrar la inclusión de muchos otros sectores vulnerados y marginados, que, en medio de esta implosión política del país, quiere decir, gobierno neoliberal y de derecha, anteponen el mercado a la conciencia política. Pese a lo corrosivo del país y a otras corrosiones que desean y buscan acabar la universidad pública, las movilizaciones dan cuenta que hay antídotos y que la mejor manera de defender la universidad pública a las marchas de los sujetos se debe unir la marcha de las ideas.

Las ideas también marchan en las calles y eso ha mostrado el 10 de octubre inmediatamente pasado. La exigencia de dignidad y de justicia no es solamente un asunto ciudadano, es de educación y política. Mirando atrás sin detenerse, las movilizaciones demandando educación pública, financiación, cobertura, ciencia e investigación, docencia y extensión con calidad y con solidez, hace noventa años, por lo menos siguen a la espera de una política planificada a largo plazo, o para decirlo con la ciencia política de hoy, una política pública racional, sostenida y sin plazos ni programas momentáneos y fugaces. A marchar también con las ideas, mirando atrás sin detenerse. En noventa años las deudas han sido muy abismales.

Fuente: Caja de Herramientas

[1Carta “Universidad y patria”. En: Revista Universidad. No. 56. Bogotá, noviembre 19 de 1927.

[2Tila Uribe, María. Los años escondidos. Sueños y rebeldías en la década del veinte. Bogotá: Cestra-Cerec. 1994.