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El espíritu de Seattle. 20 años no es nada
Massimo Modonesi / Jueves 17 de enero de 2019
 

Si de lucha y de antagonismo se trata, el siglo XXI empezó a finales de noviembre de 1999 en Seattle, exactamente diez años después de la caída del muro de Berlín.

En la llamada Battle of Seattle una multitud se movilizó en contra de la globalización capitalista neoliberal, impidiendo la realización de una cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC). En el movimiento que allí tomó vuelo, se forjó una generación de militantes y se marcó un hito y un cambio de época en la historia de las luchas sociales alrededor de tres elementos que sobresalieron en aquellas jornadas de protestas callejeras: el antineoliberalismo altermundista, la forma multitudinaria-reticular y la combinación-renovación de los repertorios de acción.

Lo que más deslumbró fue la posibilidad-capacidad de convergencia de una pluralidad de los manifestantes, quienes lograban articular –aunque fuera temporalmente- sus diversas demandas, identidades y orientaciones políticas. Se juntaron sindicalistas, ecologistas, feministas, pacifistas, defensores de derechos humanos, religiosos, campesinos, indígenas,anarquistas, católicos, comunistas de matrices diversas, anticapitalistas, antineoliberales, reformistas, revolucionarios, jóvenes en su mayoría, muchos en su primera experiencia de movilización, pero también los de la generación anterior que no se replegaron a pesar de la derrota de los años 70 y 80. El altermundismo, llamado también “movimiento de movimientos”, fue, aun sea de manera efímera, “un mundo donde cupieron muchos mundos”. En efecto, como ha sido reconocido, el zapatismo fue una fuente de inspiración fundamental a nivel ideal pero también porque el EZLN convocó el primer encuentro del pueblo de activistas que se manifestó en Seattle y las luchas antineoliberales de inicio del siglo XXI: el llamado encuentro intergaláctico realizado en 1996 en la Selva Lacandona.

Esta temporal convergencia multitudinaria mostró la posibilidad y la potencia de la forma red, que Negri prefiere llamar enjambre. Pero después del deslumbre no tardaron en aflorar las zonas de sombra. En efecto, a pesar de irrumpir en el escenario y generar acontecimientos de ruptura, el formato reticular tiende a no durar ni estrecharse lo suficiente para asentar contrapoderes consistentes y persistentes. En cuanto el clima se hizo menos favorable, en los Foros Sociales que, desde 2001, surgieron de las experiencias de lucha altermundista, las diferencias identitarias e ideológicas y las dificultades y las discrepancias respecto de la construcción de la organización necesaria para sostener la movilización volvieron a aparecer como límites y no como riquezas. Esto fue particularmente evidente en el campo antineoliberal latinoamericano que, en la primera década del siglo XXI, después de haber sostenido un potente ciclo de luchas destituyentes, se fracturó entre una vertiente hegemonista que impulsó o apoyó a los llamados gobiernos progresistas y una vertiente autonomista que se reclamaba como la verdadera heredera del espíritu del movimientismo altermundista, pero que quedó fracturada y debilitada.

Las protestas de Seattle mostraron también la posibilidad de recuperar -renovándolos creativamente- repertorios de acción antiguos y clásicos (marchas, bloqueos, barricadas, consignas, etc.) además de aprovechar las nuevas tecnologías: usar el internet para convocar y difundir información; documentar las protestas a través de medios independientes, como la neonacida red Indymedia. En la batalla de Seattle, floreció el recurso a diversas formas de acción directa: en su mayoría masivas de protesta pacífica pero también tácticas de autodefensa, -de defensa del derecho a la protesta ante la represión- y otras propiamente confrontacionales o de corte insurreccional. Se notó la presencia de grupos neoanarquistas y, en particular, del que fue denominado Black Block. La violencia callejera, en gran medida respuesta a la represión, fue el pretexto para que los medios dominantes descalificaran el movimiento y legitimaran una indiscriminada escalada represiva que llegó a los extremos de la cumbre del G8 en Génova en 2001. Después del atentado a las Torres Gemelas y la Guerra de Irak, La reacción culminó, se asimiló el altermundismo al terrorismo para poder apretar aún más las tuercas de la criminalización y judicialización de la protesta.

Así se contuvo el impulso de un ciclo de protestas, contracumbres y Foros Sociales que, si bien continuaron, empezaron a perder capacidad de convocatoria e ímpetu de movilización. Hasta que, diez años después, en 2011 apareció otro ciclo de movilización (indignados, Occupy Wall Street, movimientos estudiantiles y primaveras árabes) con fuertes conexiones internacionales y otras resonancias que indicaban que el espíritu de Seattle seguía vivo y el viejo topo seguía cavando.

A nivel ideal y programático, el altermundismo contrapuso un nuevo internacionalismo de los oprimidos a la mundialización del capital, a la mercantilización de la vida, asociada al libre comercio, a la deuda, al poder de las empresas transnacionales y los organismos financieros internacionales. Si bien formuló pocas propuestas concretas (como, por ejemplo, la Tobin tax y otras hipótesis de reformas para frenar la financiarización) el solo enunciar que Otro mundo es posible -un mundo democrático participativo, en el cual se respete la vida, el trabajo y el medio ambiente- cerraba la época del pensamiento único y abría el debate sobre las alternativas, generando horizontes de visibilidad que rebasaran de la mera resistencia. Como suele ocurrir con los movimientos antisistémicos, más allá de sus efectos concretos inmediatos, con su sola aparición puso al desnudo el despotismo del capital y de las clases que lo detienen y lo manejan.

La generación de Seattle colocó una agenda de cuestiones y de problemas, inició una secuencia de ensayos y errores, esbozando y experimentando unos formatos que, con sus alcances y sus límites, siguen inspirando y sosteniendo gran parte de las luchas que brotan en nuestros días. Porque si, como cantaba Gardel, “veinte años no es nada”, no debe sorprendernos que, mientras siga el capitalismo neoliberal mundializado, no deje de rondar el espíritu antagonista de Seattle.