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Magdalena Medio
Dignidad y valentía: Los Trabajadores Campesinos del Carare
Jorge Orjuela Cubides / Lunes 8 de abril de 2019
 

El Magdalena Medio se ha consolidado como un espacio físico en el cual diversos actores y factores interactúan para conformar el espacio regional, todos asociados, directa o indirectamente, a la ribera del río Magdalena. En las que se pueden identificar dos subregiones: en el norte y en el sur, “la subregión norte comprende desde el eje Gamarra – Río Viejo hasta el eje Barranca – Yondó marcada por el desarrollo de los enclaves petroleros y en consecuencia por la influencia económica y política de Barrancabermeja. La subregión sur, por su parte, se caracteriza por la presencia del latifundio ganadero, la alta inversión privada y la explotación minera” [1], cuyos centros económicos más importantes son La Dorada y Puerto Boyacá.

Es precisamente en esta subregión en donde la Asociación del Carare tiene su zona de influencia. Configurada por una reciente colonización de actores desplazados de otras regiones, en donde la presencia estatal es escasa y las vías de comunicación son casi inexistentes, situación que provocó un desorganizado proceso de asentamiento en medio de la riqueza natural y de la precariedad social del Estado.

Esta subregión, por su condición de remota e inhóspita, ha sido escenario de dos tipos de violencia, asociados al orden guerrillero, por un lado, y de la contrainsurgencia, por otro. El primero guiado, desde los años sesenta, por el Ejército de Liberación Nacional y por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, de la mano del Partido Comunista, que se valieron de la debilidad estatal para penetrar en la población, cumpliendo las tareas propias del Estado, tales como la garantía de seguridad y la resolución de conflictos. “Cuentan los campesinos que en estas áreas la primera ley que se conoció fue la de la guerrilla, la cual consistía en el castigo con la pena capital para los que incurrieran en los delitos de robo, violencia sexual o el consumo de marihuana” [2]. Este contexto de violencia guerrillera golpeó esencialmente a la Fuerza Pública y en menor medida a la población civil. De hecho esta última tuvo una influencia guerrillera tan fuerte que “una versión indica que los niños de la escuela cantaban la Internacional. Otras indican que la actividad diaria se iniciaba dejando escuchar ese himno, mientras que en la zona ondeaba la bandera de la Unión Soviética [3].

La actividad organizativa del Partido Comunista y la presencia de las FARC en la subregión, derivó en que los pobladores se convirtieran en víctimas de atropellos y hostigamientos por parte de la fuerza pública y, hacia los años ochenta, de organizaciones militares privadas. Precisamente el segundo tipo de violencia que han padecido los pobladores tiene que ver con la proveniente de organizaciones paramilitares, las cuales empiezan a surgir a mediados de los años ochenta, con su germen inicial en el pequeño municipio de Puerto Boyacá. Los paramilitares también empiezan a ejercer control sobre el territorio y su población, a partir de hechos de violencia como las masacres y los asesinatos selectivos. Se instauraron en el corregimiento de La India y en otros lugares de presencia de la ATCC que implicó que la guerrilla empezara a ver con recelo a los pobladores, así como desplazamiento de su retaguardia más al sur, en la zona montañosa del municipio de Bolívar. A la par que incrementaban los cultivos de hoja de coca en la zona, que atizaría el conflicto entre paramilitares y guerrilla por el control de dichas plantaciones.

Esto llevó a la victimización atroz de la población civil, pues recibieron torturas, asesinatos y amenazas de parte de todos los actores armados (guerrillas, paramilitares y fuerza pública) quienes intentaban hacerse con el control del territorio. De tal manera, el surgimiento de la ATCC en 1987 fue una reacción del campesinado del Carare a un proceso de violencia generalizado e indiscriminado contra la población, cuando los grupos armados enfrentados planteaban la disyuntiva de pertenecer, necesariamente, a un bando. Por ello, la no violencia como opción política se encuentra en la esencia fundacional misma de la Asociación.

Desde entonces, la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare ha defendido la vida como valor supremo, rechazando el uso de las armas y sosteniendo una postura de neutralidad frente a los grupos armados. Debido a que “la defensa irrestricta y sin condicionalidades de la vida de cualquier ser humano es una postura consecuente con las condiciones de victimización sistemática y generalizada vividas por los campesinos del Carare durante las décadas de 1970 y 1980” [4]. Defiende la paz en un sentido amplio, entendida no solamente como la ausencia de violencia sino, y además, como la creación de condiciones de vida digna para los campesinos de la región.

Actitud que, a los ojos del paramilitarismo y de sectores aliados, retaba la hegemonía política y militar lograda por este grupo armado en la zona. Consecuencia de lo anterior, los paramilitares perpetraron la masacre de varios dirigentes de la ATCC y de la periodista Silvia Duzán, el 26 de febrero de 1990, la cual pretendía realizar un documental para la BBC de Londres, este debió “causar preocupación entre los paramilitares y sus aliados debido al impacto que podría generar que una cadena tan importante, se ocupara del conflicto colombiano y que pudieran emitirse referencias sobre el paramilitarismo del Magdalena Medio” [5]. En este hecho fueron asesinados, además, Josué Vargas Mateus, Saúl Castañeda y Miguel Ángel Barajas, dirigentes de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare. Masacre que cumplirá, en pocas semanas, 29 años de impunidad.

Sin embargo, la labor de la Asociación no sólo se vio con recelo desde el paramilitarismo, también al interior de la Fuerza Pública y de las filas guerrilleras, debido a que objetaba contra el orden autoritario de las armas, por ello desde su inicio la Asociación ha optado por el diálogo directo con los grupos armados como mecanismo de resistencia civil, abriendo espacios públicos de concertación para evitar así el secretismo y la desconfianza de las acciones del otro, cuestión que era común antes de su conformación. De tal forma, al hacer públicas sus acciones y opiniones los campesinos evitaban que surgieran dudas sobre algún tipo de colaboración con uno de los grupos.

Aunado a esto, los campesinos utilizaron la denuncia pública como otra acción de resistencia civil. Visibilizando cualquier vulneración en los derechos de los pobladores, rompiendo la ley del silencio que habían impuesto por años los grupos armados, instaurando un orden social en el que la palabra, la transparencia y el diálogo son las herramientas fundamentales en su lucha por la vida, el trabajo y la paz.

Por todas estas acciones emprendidas a lo largo de los años, la ATCC es reconocida como una organización ajena a los intereses militares de los actores enfrentados, así como constructora de paz en la región y en el país. Cuyas lecciones históricas son valiosísimas para una nación desangrada por la violencia, pues la Asociación mostró, con su ejemplo, “cómo construir la comunicación y el diálogo entre personas y grupos que piensan distinto: la importancia y magnitud de este desafío. La comunicación humana y el diálogo como garantes de la paz: el ejemplo que constituye lo que ha hecho la ATCC. La importancia de que toda nueva filosofía social y política surja de la práctica cotidiana de las mismas comunidades, como condición necesaria para la construcción de una verdadera democracia” [6].

[1Grupo de Memoria Histórica. El orden desarmado. La resistencia de la Asociación de Trabajadores Campesinos de Carare. Bogotá: Taurus. 2011, p. 28.

[2Ibíd., p. 89.

[3Ibíd., p. 88.

[4Ibíd., p. 328.

[5Ibíd., p. 160.

[6Centro Nacional de Memoria Histórica. Una historia de paz para contar, recontar y no olvidar. Bogotá: Imprenta Nacional, 2015, p. 94.