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Nuestra independencia, lograda a pesar de los EE.UU.
Alfredo Valdivieso / Lunes 22 de abril de 2019
 

Aunque hace ya varios meses (comienzos de enero) el presidente Iván Duque en su recepción en Cartagena al ex jefe de la CIA y ahora canciller yanqui, Mike Pompeo, lanzó extasiado –casi orgásmico− el esperpento del “apoyo crucial de los padres fundadores” (de los Estados Unidos) a nuestra independencia, vale la pena retornar al asunto, porque dentro de la conmemoración del bicentenario es preciso rescatar nuestra Historia, que es muy diferente de la ficción del señor Duque. Una cosa es la «historia» que se imagina el actual presidente, enseñada en las universidades gringas donde se formó, y otra muy distinta la verdadera historia, documentada hasta la saciedad, e incontrovertible.

Cuando España (en asocio con Francia), apoyó a los habitantes de las trece colonias inglesas, localizadas en la parte nororiental de Norte América, en su lucha por la independencia frente al imperio británico −en su política geoestratégica−, se encontró con graves reparos en el interior de la península, por parte de personajes que consideraban que ese respaldo a la guerra, desde 1778, con armas y municiones, dineros y hasta hombres, podía ser nefasto para la corona española, por el ejemplo que se daba para que sus colonias emprendieran igual camino.

En 1783, con el Segundo Tratado de París (que puso término a la guerra de independencia de la que surgen los Estados Unidos), España reconoce la independencia del nuevo país, y el conde de Aranda, ministro del rey Carlos III de España, plantea, en documento al rey lo siguiente: “Esta república federal (los Estados Unidos) nació pigmea, por decirlo así, y ha necesitado el apoyo y fuerza de dos estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante y aun coloso temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias y solo pensará en su engrandecimiento… El primer paso de estas potencias será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el Golfo de México. Después de molestarnos así y nuestras relaciones con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no podremos defender contra una potencia formidable establecida en el mismo continente y vecina suya”.

En previsión de lo que serían los EE.UU. y su amenaza para el resto del continente, el propio conde propuso la creación de algo así como una mancomunidad de naciones hispánicas, lo que desde luego no fue acogido por la monarquía que se empeñaba en mantener bajo su férula a la América (lo que significó además el ostracismo del mismo conde), y lo que en cambio sí fue aplicado por la Gran Bretaña que creó su mancomunidad de naciones, la Commonwealth.

Ya para 1791, el propio “padre fundador” de los EE.UU., George Washington no dudó en prestar su apoyo, incluso militar, a Francia para tratar de «meter en cintura» a los negros de Haití que exigían su propia libertad e independencia, lo que contribuyó a que la Independencia de ese país y la autoliberación de los esclavos demorara unos años más. Con la situación más favorable a los nacientes Estados Unidos, por las incesantes guerras entre de las coaligadas Francia y España contra Inglaterra −que de todas formas conservaba su predominio marítimo−, lo que hace difícil la permanente vigilancia española sobre las costas de «sus posesiones», comienza a configurarse un poderío yanqui que los lleva, por ejemplo, a explorar las costas chilenas ya desde 1798 con una poderosa flota, con lo que se reasume la doctrina del «destino manifiesto”, promulgada por religiosos yanquis desde comienzos del siglo XVII.
Es dentro de esa andadura y con base en situaciones internacionales propicias para sus intereses, producto de la confrontación europea por las Guerras Napoleónicas, como los EE.UU. compran a Napoleón, en 1803, Nueva Orleans y la Luisiana, que les permiten expandir su territorio para superar su «pigmeísmo» −en palabras de Arana.

Sus anhelos expansionistas sobre esos territorios son de tal magnitud que tras la compra de la Luisana, se emprende un camino para conquistar el oeste aledaño a ese país, exterminando a casi toda la población nativa, en un verdadero genocidio y etnocidio que aún no ha sido cuantificado. Y junto a esa expansión, en 1804 el expresidente de EE.UU., John Adams, escribió: “México centellea ante nuestros ojos. Lo único que esperamos es ser los dueños del mundo”, hacia lo que se encaminan aceleradamente, buscando cualquier pretexto para apoderarse de los territorios vecinos.

Pero por su «destino manifiesto» ahí no se detienen. En 1812, cuando apenas comenzaba la lucha por nuestra independencia, los nacientes EE.UU. atacan a Canadá, con el propósito de anexársela; y como Gran Bretaña bombardeara Washington y declarara la guerra, los gobernantes yanquis se repliegan, cesan sus pretensiones sobre el vasto territorio norteño, y en su lugar atacan La Florida (según lo previsto por Arana) utilizando títeres colaboracionistas –como lo han seguido estilando a lo largo de los años− para imponer una «negociación» que culminaría siete años más tarde.

Mientras sucedía la ocupación de la Florida, por interpuesta mano, los gobiernos de la Nueva Granada y de Venezuela, entre otros, solicitaron el apoyo a nuestras luchas, y la respuesta yanqui, por medio de James Monroe, quien luego sería el presidente que lanzó la «famosa doctrina», fue: “Los Estados Unidos se encuentran en paz con España y no pueden, con ocasión de la lucha que ésta mantiene con sus diferentes posesiones, dar ningún paso que comprometa su neutralidad”. Y es que la tal «neutralidad» fue aprobada inicialmente el 10 de diciembre de 1810 por el Congreso de los Estados Unidos, que declamó que “veía con buenos ojos la independencia latinoamericana, siempre y cuando esas provincias lograran la condición de naciones por el justo ejercicio de sus derechos…”, es decir por su propio esfuerzo, sin ningún «apoyo» y menos «crucial».

Por eso el Libertador (del que Duque ni siquiera sabrá quién fue), se dolía en su célebre «Carta de Jamaica» (septiembre de 1815): “…hasta nuestros hermanos del norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos…”. Y el 3 de marzo de 1817, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una nueva ley de neutralidad, dirigida abiertamente contra la revolución Hispanoamericana, por presiones del ministro español Luis de Onís, con quien luego se firmaría el Tratado de cesión de la Florida. Según esta nueva ley cualquier ciudadano que armara un buque privado que pudiese ser utilizado contra un estado en paz con los Estados Unidos, sería castigado con 10 años de prisión y 10 mil dólares de multa. William Cobbett, periodista británico, preguntaba en un folleto publicado en esos días, si era «neutral» negar armas a un hombre inerme que peleaba contra otro bien armado. Y Bolívar, frente a las penas, expresaba que eran “lo mismo que la muerte”.

Por falta de espacio, la semana entrante seguimos en el mentís al señor Duque y sus áulicos.