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El último viaje de mi padre
Texto de Alfredo Molano Jimeno a su padre, Alfredo Molano Bravo. Las palabras fueron leídas durante las exequias del sociólogo y escritor, que se llevaron a cabo en la Universidad Nacional, el pasado sábado 2 de noviembre.
Alfredo Molano Jimeno / Martes 5 de noviembre de 2019
 
Foto: Cristian Garavito

Padre mío, llegó el momento más temido, y a la vez esperado, para quienes más te quisimos. Llegó la hora del adiós, de la despedida última. De tus viajes por el país y tus escritos reveladores dejaste suficiente testimonio, pero de tu último viaje pocos saben.

Empezó en diciembre de hace dos años, cuando decidiste pasar las fiestas navideñas en Chaquevá, la finca del Llano (siempre el Llano) en un rincón donde se encuentran el río Muco y el Vichada. Eran días de alegría: se había firmado la paz con las Farc, proceso que empujaste con entusiasmo y esperanza; el periodismo te había otorgado el premio Simón Bolívar a una vida entregada a este oficio; la Universidad Nacional, este lugar que tanto quisiste, te dio un doctorado honoris causa que simboliza el reconocimiento que la academia por años te había negado; y te seleccionaron como comisionado de la verdad, una tarea que soñabas cumplir y a la que le dedicaste las últimas fuerzas de tu vida.

Eran días felices y por eso decidiste ir a la finca por una ruta distinta a la conocida pasando por Boyacá, Casanare, Meta para finalmente caer al Vichada. El paseo le sumaba horas al viaje, obligaba a pasar dos ríos en planchón y nos metía por trochas inciertas. En el camino, súbitamente, te dio una tos aterradora. Ante la propuesta de devolvernos fuiste terco y te negaste. Ahí empezó este último viaje.

Nos encontrábamos tratando de pasar los carros por el planchón del Muco. La noche caía. Pasamos uno, dos, tres carros. Tú dabas los turnos. El tuyo quedó de últimas y no dudo que lo hiciste para que no tuviéramos posibilidad de retorno. Minutos antes de subir tu camioneta, nos informaste tu decisión irrevocable: “me devuelvo, ustedes tienen que llegar a Chaquevá”, aseveraste y contuviste el dolor que se asomaba en tu frente. Nos despedimos entre lágrimas. Tú, alérgico a las situaciones melosas y dramáticas, nos sacaste por derecha, como buen torero que fuiste.

Ese día la muerte mostró su rostro. Habías sufrido un paro cardiaco que por puro amor a la vida venciste. Pero desde ese momento empezó la descolgada. Vinieron los dos stent en el corazón, un nuevo tratamiento contra la hepatitis y las visitas del médico se hicieron cada vez más frecuentes, al tiempo que creció nuestro miedo a ese momento último. Hace unos meses un nuevo mal se asomó, una molestia en la garganta hacía más difícil entender tu ya indescifrable hablado entre dientes.

¿El veredicto? Un cáncer feroz que, por la ilusión de compartir unos años más, aceptaste someter a un fuerte tratamiento. Desde ese día, padre mío, nos entregamos de lleno a la lucha, como le decía Sofía al tratamiento médico. Durante casi dos meses enfrentaste el más duro trance con un valor y una dignidad indecibles. Te aferraste a la vida. Todos los días de esas ocho semanas batallaste. Seguiste madrugando a las 4 de la mañana a trabajar, a pesar de no poder tomarte ni un café, y pediste expresamente que no te miráramos con compasión. Fueron tres quimios y 33 radios.

Y ese tiempo lo vivimos con plenitud. Cada semana hubo fiesta en tu casa. En una nos emborrachamos, bailamos, cantamos y lloramos abrazados. A la siguiente, como tantos otros domingos, nos reunimos para los espaguetis en nuestro resguardo en La Calera. Al otro pediste ir a Honda por tu ruta favorita. En una curva después de Cambao, te detuviste como para despedirte del poderoso río Magdalena.

A la siguiente semana, estábamos en una de tus últimas actividades favoritas: las infinitas bienvenidas y despedidas de Adri y Anto. Tus niñas amadas, que siempre supieron estar y disfrutar cada segundo a tu lado. Y es que las últimas semanas de tu vida estuvieron llenas de pequeñas, pero solemnes despedidas.

Fuimos testigos, padre mío, de la entereza con la que enfrentaste cada día y cada noche. Nunca le diste paso al dolor ni al miedo. Hasta convertir las jornadas de alimentación a través de la sonda que te pusieron en un plan familiar, en el cual cada quien cumplía sus funciones: el uno con la gasa, el otro con la jeringa, otro más maceraba las pastillas, alguno se encargaba de la lucerna que tanto odiaste, pero que con esperanza y disciplina aceptaste. Cada uno de nosotros cumplió con el mandato de enfrentar esos momentos, sin dramatismo y sin pesar. Aún con la debilidad manifiesta no dejaste que te pusiéramos los zapatos ni el sombrero. Ni los días oscuros del asedio paramilitar que te llevó al exilio los viviste con tanta dignidad como la lucha contra el cáncer.

Mi madre, Gladys, tu Saga, asumió tu cuidado con templanza, esperanza y estoicismo. Tu hermana, Mariael, no se despegó un soló segundo de tu lado, con ese amor que construyeron entre los dos. La Gordis, siempre con su solidaridad inquebrantable, apoyó y permitió mantener la calma. Juan Andrés se entregó con alma, vida y sombrero a ti, hasta volverse el enfermero jefe, a pesar de su cobardía para enfrentar heridas o curaciones. Adri supo llegar y sufrió en silenció cada segundo de esta enfermedad. Marce, con su aparente negación de la tragedia, estuvo en los momentos más importantes, como cuando le puso la cadena de la nieve a las llantas del carro en un invierno crudo de tus años de exilio en San Francisco.

Ale, tu hechura política y ética, nos trajo la calma y la alegría en los momentos más duros. Gregorio encontró un camino de escucha y observación de cada paso tuyo. Adriana Camacho no dejó de ser tu cómplice y respaldo. Nati, Ema y Felipe, que con los años y a fuerza de estar, se convirtieron en hijos consentidores y cómplices. Frank y Edwin fueron tu sombra. José hizo que nunca faltará el café ni las flores de páramo. Y Antonia, tu obra póstuma, como le dijiste alguna vez, supo cuidarte, entenderte y darte pequeñas alegrías, a veces tan esquivas por el dolor de ver cómo menguaban las fuerzas.

Hace ocho días la esperanza nos jugó una mala pasada. Terminaste el tratamiento sin quejarte, sin triunfalismos pero con ilusión, con una bella conciencia de enfrentar la muerte. Y fue con ese optimismo de ganar la batalla que decidiste viajar a Honda a pesar de que estabas en las peores condiciones.

Magullado, pero con ánimo, regresaste a urgencias de la clínica y allí peleaste como toro en la plaza, sin miedo, con todas tus fuerzas y en plena conciencia. Esa noche no dormimos. Tú en una camilla dura y yo sentado en una silla de doctor. Escuchamos varios capítulos de Diana Uribe sobre la Guerra Fría, uno de los últimos temas que te tenían obsesionado. Estábamos en un cubículo de urgencias. Las tragedias ajenas y una puerta metálica que abrían y cerraban cada media hora, nos depertaron toda la noche. Así como la luz de interrogatorio que la enfermera prendió varias veces como una venganza por las molestias que causamos entre la angustia y el dolor. Al final, la muerte se impuso, y fiel a ti lo hizo de madrugada, cuando los gallos y los trenes se encuentran marcando la partida.

Y de qué más ibas a morir, padre mío, sino del corazón, de ese corazón grande en el que cupimos muchos. Ese corazón con el que escribiste 20 libros y miles de columnas. Ese corazón noble que te llevó a luchar por los campesinos de este país a lomo de mula o al anca de un caballo. Ese corazón pleno, tan viejo de latir, con el que sembraste un pedazo de ti en quienes te quisimos y admiramos.

EL ESPECTADOR

Buen viaje, papá, vete tranquilo que aquí quedaron tus semillas.