67 años de la masacre ejecutada por la dictadura
No olvidemos nunca a los estudiantes caídos el 8 y 9 de junio de 1954
Los jóvenes de aquella generación estaban agobiados de la perversidad de la hegemonía conservadora, criminal y corrupta. Salieron a la calle a exigir justicia para los trabajadores asesinados en Ciénaga, Magdalena, en la tristemente célebre masacre de las bananeras, que desde entonces la élite niega pretendiendo borrar su memoria.
/ Martes 8 de junio de 2021
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Director de la Agencia Prensa Rural, comunicador, educador popular, analista político, miembro de la Asociación campesina del valle del rio cimitarra ACVC. Escribe en Semanario Voz
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En el campus de la Universidad Nacional, un piquete de veteranos hombres y mujeres se amontonaba con un aire ceremonial frente al viejo edificio de Filosofía, al lado de una vetusta asta de bandera de la que muchos, hasta entonces, desconocíamos su significado y menos su utilidad, ya que no era siquiera una barricada en las refriegas entre estudiantes y policías, habituales en la calle 26.
Aquella mañana fría de junio, ese martes de 2004, en medio de los actos oficiosos de la universidad y las arengas, conmemorando cincuenta años de las luctuosas jornadas donde la dictadura asesinó a una decena de estudiantes, identifiqué en aquella muchedumbre una figura familiar. Se trataba de Alejandro Gómez Roa, un viejo comunista, defensor de presos políticos. El camarada siempre sonreía a carcajadas en los eventos de solidaridad con Cuba y asambleas partidarias, donde, sin conocernos, me regalaba un gesto afable como saludo fraterno.
Ese día era otro Alejandro, apesadumbrado y abatido como sus coetáneos, haciendo de la atmósfera friolenta de la mañana un paisaje luctuoso y melancólico que impregnaba todo. Nos vio con flores en la mano y se acercó a nosotros. Nos dijo en medio de su nostalgia: “No huyan, seré un joven comunista siempre, como ustedes, y solo estoy con esos encopetados por respeto a lo que compartimos”.
Nos reuníamos en el mismo sitio donde el 8 de junio de 1954 caía asesinado por disparos de la Policía Uriel Gutiérrez, el joven caldense estudiante de Medicina y Filosofía. Allí, justo donde se desplomó su cuerpo atravesado por la bala criminal, se había levantado el asta, el destartalado monumento que ahora cobraba sentido. Alrededor estaban los sobrevivientes de aquellos días, depositando coronas de flores, dando un sentido discurso y descubriendo una placa conmemorativa con el nombre de sus compañeros caídos. “No fueron nueve, son trece los asesinados y Elmo Gómez Lucinch no era un peruano forastero, era estudiante de Economía y militante de la JUCO. Nunca olviden eso, ese día la sangre embadurnó la ciudad y manchó la historia de este país”, recalcó Alejandro.
Los estudiantes colombianos conmemoraban cada 8 de junio el Día del Estudiante Caído, un homenaje al primer estudiante inmolado, mártir del movimiento estudiantil, Gonzalo Bravo Pérez.
Bravo Pérez era cursante de segundo año de Derecho de la Universidad Nacional, oriundo de Ipiales e hijo de una tradicional e influyente familia nariñense. Entonces, y poco ha cambiado, solo algunos privilegiados accedían a la educación pública, pero gracias a ella asumían las luces de un nuevo tiempo para interpretar que la educación debería ser pública y universal. La universidad debía encarnar un proyecto de sociedad que debía romper con el oprobio y la injusticia, era el espíritu vivo de la reforma de Córdoba, planteado en el Manifiesto Estudiantil de 1918 publicado en la ciudad argentina, y que ya pertenecía a todo el estudiantado latinoamericano.
Los jóvenes de aquella generación estaban agobiados de la perversidad de la hegemonía conservadora, criminal y corrupta. Salieron a la calle a exigir justicia para los trabajadores asesinados en Ciénaga, Magdalena, en la tristemente célebre masacre de las bananeras, que desde entonces la élite niega pretendiendo borrar su memoria.
El estudiantado copó las calles para señalar con repulsa al nuevo comandante de la Policía, el general Carlos Cortes Vargas, que el 5 de diciembre del año anterior había ordenado a sus tropas disparar contra la multitud de los trabajadores que se encontraban en huelga contra las miserables condiciones laborales impuestas por la United Fruit, la empresa símbolo de la expoliación de los recursos en nuestra América, y responsable de sostener e imponer regímenes criminales genuflexos a los designios de los Estados Unidos.
El movimiento creció, confluyendo la ciudadanía en Bogotá para demandar la renuncia de la “rosca”, como se conocía el enviciado gobierno local que dilapidaba y hurtaba los recursos públicos. Son casi cien años de lo mismo. La respuesta fue el terror: en la noche del 7 de junio dispararon a la masa movilizada, hiriendo de muerte al joven estudiante de Derecho. Al día siguiente toda la ciudad salió a honrarlo, como lo registraron los diarios de la época. Si bien no cayó el gobierno del oscuro Abadía Méndez, sí se abrió el camino para cerrar el reaccionario periodo de la hegemonía conservadora.
Cada año desde entonces, los estudiantes el 8 de junio recordaban estos sucesos, y en el 25 aniversario, los jóvenes de la Nacional salieron en peregrinación al cementerio central, a ratificar su juramento de lucha ante la tumba de Gonzalo Bravo. Al regresar al campus seguía aquella celebración, llena de jolgorio, un huracán de alegría y juventud, que se vio empañado por la tragedia cuando, sobre la una de la tarde, una cuadrilla de policías provocadores entró a la universidad mientras los estudiantes jugaban fútbol en el césped y, frente a las rechiflas de rechazo, disparó sus armas impactando a Uriel Gutiérrez. La impotencia y la rabia suscitaron la movilización de miles de universitarios de la ciudad, sin distingo. Universidades privadas, colegios y jóvenes de toda la urbe acompañaron a sus compañeros de la Nacho, a exigirle al gobierno militar, que cumplía un año, que el crimen, como los ocurridos veinticinco años antes, no quedara impune. La respuesta, como ahora, fue el fuego a discreción, disparado por otros jóvenes, envenenados en la delirante lógica anticomunista. Hacían parte del Batallón Colombia: el aporte del gobierno colombiano a la intervención que desató la terrible primera confrontación militar de la guerra fría, la guerra de Corea. Jóvenes que veían en el contradictor el enemigo que había que exterminar y, además, envalentonados en la plenitud de la dictadura criminal de Rojas, que posaba de pacifica, encubierta con la falacia de ser un “golpe de opinión”.
Frente al edificio Murillo Toro, a dos cuadras de la plaza de Bolívar, once estudiantes cayeron después de la embestida. Uno más, Jaime Pacheco, fue asesinado en la Jiménez, cuando corría a salvaguardar su vida; este suceso se conocería como “el crimen de la avenida”, denunciado por los periódicos de entonces a pesar de la censura. De hecho, el registro fotográfico de un reportero que logró las instantáneas de los sucesos, se convirtió en la prueba irrefutable que controvertía la versión oficial de que provocadores habían disparado contra la tropa obligándola a responder. El viejo recurso de la mentira, siempre utilizado para justificar el asesinato de cientos de estudiantes desde entonces, nos dijo con desconsuelo el viejo Alejandro.
El viejo militante, reconocido cantor solidario con Cuba, que había conocido al mismísimo Che, había estado ahí. La muerte no lo amilanó, siguió con sus convicciones construidas desde que era un joven estudiante que había confrontado la infame dictadura. Alejandro murió en 2014, a sesenta años de las jornadas del 8 y 9 de junio. Hoy, cuando nos distancian 67 años de aquel infortunio que se hizo símbolo, sigue presente en mi memoria aquel momento, en que vi a esos octogenarios recordar la crudeza del día donde perdieron a sus compañeros. De nuevo los jóvenes son protagonistas, movilizados contra el oprobio y el régimen político que, bajo el manto del desgastado sofisma de la democracia más antigua del continente, sigue imponiendo la lógica violenta de la exclusión secular, que no se superó con la caída de la dictadura, y más bien se profundizó; como entonces, la juventud está en la calle y sigue siendo víctima de la violenta represión que en medio del paro deja más de cincuenta muertos. Es el eterno retorno de nuestro maldito espiral de violencia.
Hoy, que conmemoramos a los estudiantes caídos y en ellos a la juventud de todos los tiempos, ya no llevaremos flores ni pondremos placas para honrarlos. A ellos, y a cientos de estudiantes y jóvenes asesinados en todas las regiones del país, el mejor homenaje es que el 8 y 9 de junio estén vivos en cada uno de nuestros días, hasta que el sol se apague, como sentenció el viejo Alejandro.