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Opinión
Colombia: Elecciones en medio del fascismo y la pandemia
Lo cierto es que las elecciones del 2022 estarán ambientadas en un escenario político de fascistización en donde hasta las fuerzas que posaban de centro y con cuyo discurso llegaron incluso a la Alcaldía de Bogotá, como algunos sectores del Partido Verde, hoy navegan aliados con la derecha.
Carlos Munévar / Lunes 30 de agosto de 2021
 

“Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo” Bertolt Brecht

Se acercan las elecciones del 2022 y empiezan a moverse las fichas del ajedrez político electoral colombiano, dicen que en democracia… pero la verdad el país ha virado tanto hacia la derecha que en mi opinión es difícil creer que las presidenciales y de Congreso del próximo año se desarrollarán siguiendo reglas democráticas y constitucionales.

Varias razones hay para expresar dudas: en primer lugar la experiencia de la segunda vuelta de las pasadas elecciones presidenciales. Fue una vergüenza total, no hubo debate televisado, según los canales informativos no había garantías, así lo expresaron en el periódico El Tiempo el 13 de junio de 2018, dejando entrever que uno de los dos candidatos –podemos intuir quién- no participaría en este: “como quiera que un debate precisa de la participación de los dos aspirantes y que a la fecha tal situación no ha sucedido, decidimos que el debate no debe efectuarse para así garantizar nuestra neutralidad de cara a la opinión pública”.

Asimismo es conocida la actitud incalificable del periodista Luis Carlos Vélez, personaje muy afecto al uribismo, que de manera parcializada durante la recta final de la segunda vuelta realizó en la popular emisora La FM entrevistas a los candidatos Gustavo Petro e Iván Duque, atacando grotescamente al primero y centrando la entrevista del segundo en un “reto rockero” para mostrarlo cercano e inofensivo al votante.

En segundo lugar, la clase política en el poder ha degradado tanto la política que pareciera que la utilización de los once principios de la propaganda nazi en campaña electoral no tiene nada de mito y es toda una realidad. Mentiras que se repiten insistentemente para hacerlas creíbles, cortinas de humo, exageraciones, desfiguraciones de la realidad, vulgarización de los mensajes e ideas, bombardeo de información con el propósito de que la ciudadanía señale o culpe a determinado sector social o político, totalizar “verdades” y dividir al país en enemigos y amigos del Gobierno o del “progreso”.

Se han convertido en el plato diario impulsado por los sectores políticos en el poder y sus aliados informativos: castrochavismo, amenaza terrorista, terrorismo de izquierda, adoctrinamiento, financiadores de vándalos, desestabilizadores, etc. Toda una jerga dirigida premeditadamente a la multitud, creada para estigmatizar y descalificar proyectos políticos que difieran del Establecimiento, convirtiéndolos en el enemigo interno que hay que desaparecer o derrotar, justificando implícitamente la violencia política.

En tercer lugar, nada bueno se pronostica con un ramillete de candidatos de derecha o centro derecha, prefabricados en un ambiente caldeado. Son solo entelequias electoreras, colocadas en la estantería de los medios para que la gente del común termine hablando de ellos y sus nombres aparezcan en las encuestas, sin otro mérito más que ser cercanos, promotores y defensores de las políticas neoliberales, del despojo y la arrogancia de un Estado indolente. ¿Qué futuro existe con fórmulas que se presentan como nuevas pero que son hechas con brebajes añejos y caducos que se desempolvan del anaquel de la infamia histórica?

Podría hacerse un repaso de las promesas básicas de campaña de los últimos ocho presidentes y la conclusión es que aunque se presenten como el cambio que el país necesita, solo se quedan en la demagogia, porque su interés es conservar el statu quo de las clases opresoras.

Empecemos con Belisario Betancur (1982-1986), quién llegó con la promesa de pacificar al país. “Sí se puede” decía su eslogan, pero solo será recordado por el vergonzoso capítulo de la masacre del Palacio de Justicia. Luego apareció Virgilio Barco (1986-1990) con su promesa “El plan de economía social”. De aquello nada pero sí mucho del exterminio físico de miles de militantes del partido Unión Patriótica. A este le siguió César Gaviria (1990-1994), quien llegó de carambola a la presidencia luego de ser designado el sucesor de Luis Carlos Galán, líder del nuevo liberalismo asesinado en el municipio de Soacha. Gaviria planteó “La revolución pacífica” que consistió en instaurar la apertura económica del país, implementando el modelo neoliberal y la Constitución de 1991.

Entre 1994 y 1998 gobernó Ernesto Samper, quien prometió “El salto social”. Poco “saltó”, pues estuvo enredado en el proceso 8000 con dineros del narcotráfico en su campaña para ser sucedido por Andrés Pastrana (1998-2002), quien se hizo elegir con la frase de “El cambio es ahora”, pero el país siguió igual o peor, la violencia recrudeció entre guerrilla, paramilitares y Ejército, la ingobernabilidad fue evidente y terminó endosando la soberanía del país con el acuerdo bilateral firmado con EEUU denominado Plan Colombia, además de llevar a cabo el proceso de desfinanciación de la educación y la salud pública mediante el acto legislativo 01 de 2001 que hasta el momento las tiene sumidas en una crisis profunda de privatización y tercerización.

Pero las cosas tenían que empeorar y esto pasaría con la llegada de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) y su “Seguridad Democrática”. Durante su gobierno los niveles de degradación del conflicto, la corrupción política, la paramilitarización de la vida cotidiana llegaron a límites insospechados. El objetivo de derrotar militarmente a la guerrilla no se cumplió.

Si bien el debilitamiento de la estructura militar de la insurgencia fue notorio, el costo institucional fue muy alto en términos de reducción de la democracia, criminalización de sectores políticos opositores, política exterior y aislamiento internacional. Eso sin contar con los procesos aún investigados de promoción del paramilitarismo, la parapolítica, los falsos positivos, chuzadas e interceptaciones ilegales a teléfonos de magistrados, líderes opositores, expropiación de tierras, etc.,

Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, llega al poder (2010-2018). Fue electo bajo la promesa de continuar con la política de la Seguridad Democrática. Se definió como el “El Gobierno de la prosperidad”, y por “Un nuevo país”. Logró el acuerdo de paz en La Habana con las FARC, hecho que la derecha fascista no le perdonó, pero la política económica y social continuaron en la misma línea, no hubo mayores avances.

En 2018 llega, nuevamente de la mano de Uribe Vélez y como reacción fascista a la presidencia de Santos, el precoz Iván Duque. Su promesa básica fue “El futuro es de todos”. Paradójicamente no hay futuro. Hay una vuelta al pasado, un retroceso en lo poco que se había avanzado, vuelven las masacres con más fuerza, la democracia agoniza como nunca antes, el inexperto y eterno aprendiz-presidente aprovechó el vacío institucional ocasionado por la pandemia para acaparar el poder y destruir el sistema de pesos y contrapesos, nombrando en los organismos de control amigos suyos o personas cercanas al partido de Gobierno.

Como se puede concluir a partir de esta sucinta reseña de los últimos cuarenta años, cada uno de los candidatos de los sectores dominantes se ha presentado con la idea de ser el cambio, el futuro, la fórmula mágica que sacará a Colombia del atraso, pero los números son contundentes. Para 2021 el 72,9 % de la población se encuentra entre la pobreza extrema monetaria y la pobreza monetaria, es decir 35 millones de colombianos sobreviven con menos de seis dólares al día, existe una clase media (25 % de la población) empobrecida gradualmente, acorralada por las deudas y los altos impuestos y solo un 1,7 % de la población, es decir unos 800 000 colombianos pertenecen a la clase alta.

En esa medida es impresentable que se siga señalando a la izquierda y a los sectores progresistas como los causantes de la situación de postración social y crisis estructural del país. Lo cierto es que las elecciones del 2022 estarán ambientadas en un escenario político de fascistización en donde hasta las fuerzas que posaban de centro y con cuyo discurso llegaron incluso a la Alcaldía de Bogotá, como algunos sectores del Partido Verde, hoy navegan aliados con la derecha.

Y juntos sin ruborizarse criminalizan a miles de jóvenes que protestaron en el pasado paro nacional, trasladan millonarios recursos públicos para financiar monopolios privados, naturalizan el contagio por covid-19. Y obligan a miles de niños y familias a regresar a la escuela sin condiciones de bioseguridad, sin que importe la vida. Negaron la renta básica a miles de familias y se hacen los de la vista gorda ante los escandalosos casos de corrupción estatal.

Por eso, presentarse como el cambio necesario sin cuestionar el modelo económico imperante ni denunciar el fascismo imperante y los promotores del desastre que se vive es simplificado en la frase de Bertolt Brecht: “Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo”.

Así de simple, la lucha electoral que vivimos implica la derrota del fascismo encarnado en las fuerzas retardatarias que se enquistaron en las instituciones y en parte de la sociedad que justifica la violencia como herramienta política y que además legitima un sistema en donde el capital convierte la vida en un elemento prescindible, Homo sacer que pierde la soberanía de su ser. De esta manera la lucha es por la misma existencia.

Tramas