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Opinión
¿Por qué normalizar la trampa?
La antigüedad en aceptar delitos electorales «con tal de que no gane X» es asimismo un culto milenario al cacicazgo que hoy se traduce en la mafia que es capaz de comprarlo todo, si es que no se acude a la eliminación de los rivales.
Felipe Riveros / Domingo 5 de noviembre de 2023
 
Protesta en Ibagué. Foto: Jorge Bolívar

La Ley 1864 de 2017 contempla una pena de cuatro a ocho años de prisión para quien altere resultados electorales. Cientos de facsímiles de formularios E14 con enmendaduras o tachones vuelven a aparecer y no ha habido ni una sola persona sindicada o condenada por ello.

Para quienes denunciamos esta conducta (denunciar es también dar noticia de algo indebido) lo que está en juego no solamente es la legitimidad de una elección; esto representa también una cultura contra la que por años nos hemos pronunciado como sociedad democrática: la cultura de la trampa.

Por eso, ante los graves delitos de los cuales tenemos indicio cada vez que alguien a nombre de X o Y campaña adultera o extravía votos, formularios o resultados, callar es normalizar la trampa. Y es legitimar a quienes a nombre de ciudadanos de bien consideran que lo correcto es jugarles sucio a sus contradictores en democracia. Según eso, no son suficientes sus ideas y su campaña: hay que hacer trampa para ganar una elección.

¿Qué relación hay entre estas conductas y el hecho de que muchos de los candidatos vinculados a ellas suelen hacerse elegir con falsas promesas y con financiaciones que comprometen sus decisiones? ¿No es acaso esto, también, hacerles trampa a sus electores?

La antigüedad en aceptar delitos electorales «con tal de que no gane X» es asimismo un culto milenario al cacicazgo que hoy se traduce en la mafia que es capaz de comprarlo todo: encuestas, votos, elecciones, debates, actos de campaña, periodistas y medios —si es que no se acude a la eliminación de los rivales—. Decisiones de alcaldes y gobernadores, de concejales y diputados que acatan las órdenes de mafiosos y clanes; contratos, desviación y asignación de obras y recursos sin transparencia ni control.

¿Puede posar de impoluta o de democrática una campaña que haya permitido estas prácticas o puede gozar de gobernabilidad o legitimidad una administración así elegida?

¿De qué sirven una posición política independiente o un electorado de opinión que perpetúa a quienes se vienen robando el desarrollo de su ciudad, su municipio o su departamento?

¿Qué diferencia hay entre eso y una dictadura?

La respuesta que les doy es una sola:

La transparencia es democracia. La trampa es dictadura.