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"Carta a mis padres: Miguel Antonio Beltrán y Alba Ruth Villegas"
Miguel Ángel Beltrán Villegas / Sábado 14 de noviembre de 2009
 

Imagino sus caras de sorpresa cuando el viernes pasado (22 de mayo)
escucharon decir al comandante de la policía, General Oscar Naranjo,
que el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) había capturado
“al terrorista más peligroso de las FARC” y que se trataba de un
profesor universitario que respondía igual que vuestro hijo al nombre
de Miguel Ángel Beltrán Villegas.

Supongo que de de no ser por las inquietantes imágenes de televisión,
que corroboraban la noticia, donde se me presentaba esposado, con un
chaleco antibalas de color negro, un tapabocas y un impresionante
dispositivo de seguridad, papá hubiera lanzado una descomunal
carcajada, comentando la noticia con su acostumbrado humor negro: “si
mi hijo es terrorista, Uribe es la Virgen Santísima”.

Pero en este país del Sagrado Corazón de Jesús, donde los mal llamados “falsos
positivos” (en realidad verdaderos crímenes de Estado) ejecutados a
“sangre fría” son el pan de cada día, todo es posible… Incluso que los
noticieros señalen al presidente Álvaro Uribe como el mandatario más
popular de América Latina y a mí, como un peligroso terrorista internacional.

Al día siguiente en los calabozos de la SIJIN de Bogotá, un guardia me
compartió amablemente un artículo publicado por el diario “El Tiempo”
y que parecía un panfleto escrito en los tiempos de la “guerra fría”
cuando se decía que “los comunistas comían niños”. En su columna el
reportero señalaba que ustedes dos eran guerrilleros y que yo había
realizado mis estudios en la extinta Unión Soviética. Esta vez –les
confieso- quien no pudo contener la risa fui yo: “mis padres
chusmeros, vaya que chiste tan bueno”, imaginaba en medio de la
hilaridad que me producía la noticia que si yo era sindicado de ser
“alias Cienfuegos” seguramente papá fue conocido como “chispas” y mamá
como “pólvora” u otro explosivo nombre de guerra.

Mas allá de que la irresponsable aseveración del periodista, puso en
grave riesgo la integridad personal de ustedes dado que en este país
los ex guerrilleros han sido impunemente asesinados, como lo ilustra
la muerte de Guadalupe Salcedo, “Charro Negro”, Carlos Toledo Plata,
Carlos Pizarro y muchos más, quisiera decirles que secretamente pensé
que era un orgullo que en el citado artículo de prensa los señalaran
de guerrilleros ¿acaso no fueron los ejercito irregulares patriotas
los que derrotaron más de tres siglos de colonialismo español? ¿No
fueron los guerrilleros liberales los que enfrentaron las dictaduras
civiles conservadoras en los años cuarenta y cincuenta? ¿No ha sido la
acción guerrillera la que ha preservado los escasos resquicios de
democracia que hoy subsisten en el país?

En Colombia la historia ha demostrado que guerrillero es sinónimo de
altruismo, resistencia y dignidad; los Llanos, Chaparral, Villarrica,
Marquetalia, Sumapaz y el Guayabero pueden dar fe de ello. Insultante
hubiese sido que los llamaran “congresistas “o “asesores
presidenciales”, ocupación asociada hoy a la corrupción, el
narcotráfico y el paramilitarismo.

Pero la vida les reservo otros caminos: papá se convirtió en un ex
sargento viceprimero de la policía y mi progenitora en una abnegada
madre dedicada al cuidado del hogar. Con la generosidad y entrega de
ustedes dos, sobreviviendo con una precaria pensión de policía
habitando una casa en “obra negra”, que les subsidió el programa de de
la “Alianza para el Progreso” (y que terminaron de levantar ladrillo a
ladrillo), lograron criar, educar y alimentar siete hijos: cinco
mujeres y dos hombres. De tal modo que si alguna profesión ejercieron
ustedes –hay que aclararle al periodista- no fue la de guerrilleros
sino la de magos e ilusionistas.

Hoy confinado en este pabellón de alta seguridad donde las horas
transcurren lenta y monótonamente, resulta inevitable recrear en mi
mente esas historias familiares que ahora se anudan en mi garganta
como un grito de rebeldía contra toda la injusticia que descarga sobre
mí este régimen corrupto y narco paramilitar.

Todavía tengo fresco en mi memoria aquel lejano día, cuando la abuela
Sofía me relató, sin derramar tan siquiera una lágrima porque sus ojos
estaban secos del sufrimiento, la muerte de Víctor Villegas, mi abuelo
materno, quien era dueño de una extensa finca cafetera en el viejo
Caldas. Una tarde cualquiera – me contó la abuela- su vida fue segada
a machetazos, por el “delito” de ser “cachiporro”. Su cuerpo inerte
permaneció tendido varias horas en la plaza del pueblo. Nadie se
atrevía a recogerlo por temor a las represalias, pero mi abuela que
siempre se distinguió por tener un carácter fuerte, haciendo caso
omiso de los ruegos de amigos y vecinos, se dirigió a la plaza del
pueblo, recogió el cadáver, lo cargó varios kilómetros y, en una
ceremonia casi privada, le dio cristiana sepultura.

Antes que concluyera el relato mis ojos estaban cargados de lágrimas,
por eso tal vez la abuela que conocía mi sensibilidad nunca me contó
que en el momento de enterrar a su difunto esposo, en su vientre una
pequeña de apenas ocho meses de existencia agitaba su cabecita, como
preguntándose por qué le privaban la posibilidad de tener un padre que
le arrullara en la cuna, la besara en la frente antes de dormirse y la
llevara al parque. Mi tía Yormen – como después bautizaron esta niña -
creció así como han crecido millares de colombianos esto es, como
hijos del conflicto armado y social que ha azotado al país por
décadas.

Fue así como mi imaginación infantil empezó a poblarse con las
historias de “La Violencia” que salían a relucir, cada vez que llegaba
a la casa una visita familiar. Recuerdo que, como éramos niños, nos
mandaban a dormir porque se trataba de “una conversación para
adultos”. Pero mi curiosidad era más grande y contraviniendo las
órdenes paternas, escuché detrás de las escaleras que conducían al
segundo piso de nuestra casa, algunas palabras que mucho después
cobrarían sentido para mí: “godos”, “cachiporros”, “pájaros”,
“chusmeros”, “chulavitas”, “Gaitán”, “sangrenegra”, “venganza”,
“laureanistas” y otros más.

Muy pronto los relatos de hadas encantadas y de príncipes valientes
que con sus besos deshacían los maleficios de la bruja malvada, fueron
sustituidos por los terroríficos cuentos de la policía chulavita que
incursionaba en los pueblos liberales, les cortaba a los hombres el
pene y lo colocaban en la boca de sus víctimas por los relatos
fantásticos de hombres de filiación liberal que eran obligados a
caminar descalzos sobre brasas calientes, mientras que a sus mujeres
embarazadas les extraían el feto y los ensartaban en la punta de sus
bayonetas, exhibiendo con orgullo su preciado trofeo.

Escuchaba estas historias con una mezcla de terror y fascinación y,
como era de esperarse, en lo profundo de la noche me resultaba
imposible conciliar el sueño. Entonces acudía donde mi hermana mayor
que me arropaba entre sus brazos y acariciándome la cabeza me decía
con su dulce voz que me durmiera, que esas historias habían ocurrido
hace mucho tiempo por allá en la época de la violencia, pero que ahora
todo era diferente “godos” y “cachiporros” convivían juntos y ya no se
mataban. Al escuchar estas palabras una sensación de seguridad invadía
todo mi cuerpo y cerraba los ojos agradecido con la vida por no haber
tenido que padecer el horror de aquellos años.

Y así como en mis lecturas infantiles mis simpatías se alineaban con
las más débiles (caperucita roja, Blanca Nieves y la Cenicienta) y mis
odios con los más crueles ( el lobo, la bruja y la madrastra) en los
relatos que escuchaba de ustedes no me fue difícil tomar partido a
favor de los “cachiporros”. Es cierto que a mis escasos cinco años no
entendía que significaba esta palabra, pero en lo más profundo de mi
corazón algo me indicaba que ellos eran los buenos y los “godos” los
malos.

En mi lógica infantil hubo sin embargo algo que empezó a inquietarme
constantemente, los “chulavitas” eran policías, y éstos a su vez eran
“godos”, pero ¡vaya horror!, papá era policía. La preocupación rondaba
tanto mi cabeza que un día me llené de valor y cerrando los ojos me
atreví a preguntar: ¿papá cuántos cachiporros mató usted? Yo esperaba
un severo castigo a mi atrevimiento, pero como única respuesta obtuve
una estrepitosa carcajada. En mi mente infantil esa risotada
significaba que había asesinado y descuartizado a miles de liberales.
Entonces mi cara se puso seria y un escalofrío recorrió todo mi
cuerpo. Ante la certeza de algo que ya sospechaba, la imagen del padre
ejemplar, del padre cariñoso, del padre bueno estallaba en mil
pedazos, como un cristal al estrellarse con el piso.

Cuando estaba a punto de proferir un sollozo papá contestó que en toda
su vida no había matado a nadie. Y enseguida me aclaraba ya con el
gesto serio -mientras mi corazón volvía al cuerpo- que pese a ser un
policía…nunca dejó de ser un liberal gaitanista y que esa filiación
política la había ocultado siempre, no sólo para proteger su vida sino
las de decenas de familias perseguidas por la violencia conservadora;
también, para burlar órdenes que consideraba no eran correctas y
procurar justicia donde la situación lo requiriese.

A partir de ese día, todo parecía más comprensible y el enredo de
ideas que tenía en mi cabeza empezó a clarificarse. Por ejemplo
comprendí por qué mamá siendo liberal se había casado con un policía.
Así mismo entendí la diferencia entre un “pájaro” y un “guerrillero”
Supe también desde aquella vez que en las filas de la policía había
gente “buena”, y años después convertido en un activista estudiantil
rechacé aquella consigna dogmática tan en boga entre los
universitarios, que consideraba que todos los militares eran asesinos.
Sin embargo, la mejor lección que me aportaron estas conversaciones
con ustedes y que se hicieron cada vez más frecuentes fue que
independientemente de donde estuviera, debía tomar siempre partido a
favor de los débiles y manifestar mi indignación contra toda
injusticia.

Fue en esos tempranos años de mi vida que empecé a interesarme por la
historia política del país y aquella vieja biblioteca de madera, que
aún sobrevive en la casa. Se abrió para mí como si se tratase de un
tesoro escondido: “Viento seco” de Daniel Caicedo;”Lo que el cielo no
perdona” de Fidel Blandón; “Un aspecto de la Violencia” de Alonso
Moncada; “13 años de violencia” cuyo autor ya no recuerdo, fueron
obras que devoré en cuestión de días. Sin embargo, el libro que más me
impactó fue el de “Las guerrillas del Llano”. Su autor, Franco Isaza,
había participado en la contienda. Recuerdo que en la biblioteca papá
tenía la primera edición impresa en Caracas (Venezuela) y que circuló
clandestinamente bajo la dictadura del General Rojas Pinilla, con un
prólogo de Plinio Apuleyo Mendoza donde exaltaba “la heroica
resistencia guerrillera del partido liberal”. Tendría siete u ocho
años cuando lo leí ávidamente en una de esas vacaciones escolares. Con
gran crudeza Isaza retrataba allí las sangrientas masacres cometidas
por los chulavitas en los poblados de El Llano, pero al mismo tiempo
explicaba como los peones llaneros se fueron armando para defender sus
vidas y propiedades, primero en alianza con los hacendados liberales y
luego en contra de los mismos, que se pusieron al lado de los
conservadores.

En las diferentes conversaciones con mi compañero de patio Heli Mejía,
más conocido como “Martín Sombra” he recreado estas historias.
“Sombra” me cuenta como su madre y sus tías fueron violadas y luego
asesinadas por la policía chulavita; y como su padre, poco después
corrió la misma suerte: “Ante el cuerpo agonizante de mi papá –me
relata Sombra – juré que moriría como un guerrillero, por eso jamás me
amnistié y en 1966 me vinculé a los núcleos iniciales de las FARC”.
Sombra es un vivo ejemplo de la continuidad – y a la vez
discontinuidad – de la lucha guerrillera en Colombia. Un conflicto que
empezó planteándose como un enfrentamiento entre liberales y
conservadores, pero que en los años sesenta adquirió claros contenidos
de clase, como quedó consignado en el “programa agrario de los
guerrilleros” (FARC) y el Manifiesto de Simacota (ELN).

Hace más de un cuarto de siglo que en mi tesis de licenciatura en
Ciencias Sociales empecé a investigar este pasado histórico, porque
creí ver en él, algunas claves para comprender la actualidad del
conflicto armado en Colombia. Fue así que me interesé por estudiar las
guerrillas liberales del Llano. Eran los tiempos del proceso de paz
del presidente Belisario ojo Betancur y, desde diferentes sectores del
Estado se presionaba para que los combatientes se desmovilizaran y
entregaran sus armas. La investigación que realizamos en coautoría con
un compañero de estudio, hijo de un exguerrillero liberal; nos llevó a
concluir que los guerrilleros del llano habían sido traicionados por
el General Rojas Pinilla quién solicitó a los rebeldes que entregaran
sus armas a cambio de promesas de paz que nunca cumplió, contrario a
ello muchos fueron judicializados y asesinados. Por eso en la
introducción a nuestro trabajo investigativo señalábamos que la
derrota del movimiento guerrillero se convertía en una victoria,
porque jamás se volverían a ver filas de insurgentes entregando sus
armas a sus verdugos.

Sin embargo, la historia se encargó de desmentir parcialmente aquella
afirmación. Años después, los guerrilleros del M-19 haciendo caso
omiso de esta lección histórica, entregaron sus armas y muchos de
ellos fueron asesinados empezando por su máximo jefe, el comandante
Carlos Pizarro León Gómez pese a contar con más de 20 guardaespaldas.
Muy otra fue la suerte de los combatientes de las FARC que se
acogieron al proceso de “cese al fuego tregua y paz” se negaron a
hacer entrega de las armas y anunciaron al país la formación de un
nuevo movimiento político, que se conoció como la Unión Patriótica
(UP).

Me vinculé a las filas de la Unión Patriótica desde sus inicios
mismos, porque vi en este movimiento amplio, la posibilidad de un
cambio democrático por las vía pacíficas. Sus propuestas de reforma
política, agraria y social llamaron mi atención, así como su
compromiso con la búsqueda de una salida política al conflicto
colombiano. La candidatura del ex magistrado Jaime Pardo Leal colmó
todas mis expectativas: su verbo encendido, su tradición de lucha, su
capacidad intelectual y su formación académica me convencieron de
participar, por primera vez, en una contienda electoral. Pero la
oligarquía de este país al ver amenazado sus mezquinos intereses,
exterminó a “sangre y fuego” este experimento político.

De pronto empecé a sentir con horror que esas historias de la
violencia que ustedes relataban en mis años de infancia, no eran cosas
del pasado sino del tiempo presente: cuerpos cortados con motosierra o
arrojados como alimento a los cocodrilos, asesinos que jugaban fútbol
con las cabezas de sus víctimas, hombres, mujeres y niños
descuartizados, poblaciones enteras arrasadas, marchas campesinas
acribilladas indiscriminadamente ; sindicalistas, estudiantes y líderes
populares desaparecidos, guerrilleros desmovilizados asesinados
impunemente y centenares de fosas comunes repartidas por todo el
territorio colombiano.

Así vi desvanecerse el Partido de la “vida y la esperanza” para
convertirse en “el partido de la muerte”: senadores, representantes a
la cámara, concejales, alcaldes populares y militantes de base de la
UP, fueron exterminados bárbaramente. Tengo en mi mente grabado los
nombres de Leonardo Posada, Pedro Nel Jiménez, Teófilo Forero, José
Antequera, Pedro Luis Valencia, Bernardo Jaramillo, Miller Chacón,
Manuel Cepeda y miles de compañeros más que desaparecieron bajo este
huracán de muerte desatado desde las altas esferas del poder.
Sin embargo, nadie como la familia Cañón Trujillo encarnó tan
trágicamente, el drama de la “guerra sucia”, la desaparición forzada,
la tortura y el desplazamiento que padecimos los militantes de la
Unión Patriótica en aquellos años: el padre, Julio Cañón, alcalde
popular de esta colectividad política en el municipio de Vistahermosa,
fue asesinado; dos de sus hijos acribillados (uno de ellos presentado
como guerrillero muerto en combate); el tercer hermano desaparecido y,
otro más, torturado; mientras que los sobrevivientes – entre ellos
Carmen Trujillo, madre cabeza de familia – se vieron forzados a
abandonar la región.

El ciclo de exterminio contra la Unión Patriótica alcanzó para mí su
punto máximo, cuando un domingo 11 de octubre, cerca de las 4 de la
tarde, hace ya 22 años, escuché por radio la terrible noticia del
asesinato de mi maestro, amigo y compañero de lucha Jaime Pardo Leal,
entonces candidato presidencial de esta organización política. Aquel
día no pude contener mi indignación y, como miles de compatriotas salí
a las calles de Bogotá a manifestar mi espontánea protesta por el
aleve asesinato de nuestro líder popular que un mes antes había
denunciado con nombres propios a los altos mandos militares
comprometidos con los crímenes de la Unión Patriótica.

Las barricadas en las calles céntricas de la capital, el apedreamiento
de las entidades financieras, la quema de buses y el saqueo de los
almacenes me recordaron, inevitablemente, las escenas del 9 de abril
de 1948, que ustedes habían vivido y que tantas veces repasé en mis
lecturas universitarias. Para mi desgracia, esa noche terminé
encerrado en un frío y oscuro sótano de la estación de la Policía del
Ricaurte, donde fui torturado – y estuve a punto de ser desaparecido –
por cuenta de un corpulento hombre al que, supe después, sus
compañeros le llamaban “Rambo”, aludiendo a la rudeza del protagonista
de esta cinta gringa.

Por un feliz equívoco del centinela de turno, que me confundió con
otro de los detenidos, obtuve milagrosamente mi libertad en las horas
de la mañana del día siguiente. Consciente de la distracción del
guardia que seguramente debió ser duramente sancionado salí
tembloroso, con el temor de que se dieran cuenta del error antes de
cruzar la puerta que daba a la calle; mis piernas apenas si me
respondían y mi corazón parecía explotar. En estas condiciones todavía
no me explico cómo llegué hasta la casa, que se encontraba a una hora
del sitio donde permanecía detenido.

Recuerdo que ustedes, junto con mis hermanos y hermanas, estaban
reunidos en la sala. Papá se hallaba con la oreja pegada al radio,
como esperando algún boletín informativo que diera cuenta de mi
paradero; mientras que mi mamá junto con mis hermanas, oraba frente a
un cuadro del Corazón de Jesús que siempre nos acompañó. Mi aparición
en la sala de la casa fue como la imagen de un Cristo recién
resucitado entre los muertos, solo que en lugar de lucir una larga
túnica blanca, vestía una camisa y un pantalón completamente
destrozados. Mi cuerpo estaba lacerado por todas partes, mi cabeza
amoratada, mis brazos con profundas escoriaciones y mi ojo izquierdo,
convertido en un gelatinoso coágulo de sangre.

De los abrazos, las lágrimas y la alegría del reencuentro, muy pronto
se pasó a la rabia e indignación por el maltrato que yo había
recibido. Ese mismo día papá redactó un memorial escrito a máquina y
dirigido al comandante de la estación Ricaurte. Luego de identificarse
como suboficial de las Fuerzas Militares “en uso de buen retiro” se lo
entregó a un Mayor que tenía a cargo el comando, no sin antes
pronunciarle un largo discurso, donde le recordaba que la función de
la policía era defender la integridad de la población civil y no
atropellarla; que en sus más de veinte años de servicio jamás había
actuado en contra de ella, pese a haber vivido los duros años de la
violencia para luego concluir su alegato diciendo: “ahora si entiendo
por qué los mata la guerrilla!!”

Con mis hermanos y mi madre pensamos que a Papá lo iban a dejar allí y
que terminaría reemplazando mi lugar en el calabozo, pero contrario a
ello, el oficial de la policía lo escuchó atentamente y con su
silencio pareció darle toda la razón. Cuando Papá regresó a casa –
feliz por la catarsis hecha – todos soltamos la respiración que hasta
entonces teníamos contenida.

Después de este bárbaro episodio, estuve varios días muerto del
pánico, esperando que en una esquina cualquiera apareciera “Rambo”,
montado en su moto y dispuesto a concluir su bestial tarea. Por
fortuna, esto nunca sucedió y venciendo mis miedos interiores asistí
al sepelio de Jaime Pardo Leal y de muchos compañeros más. Sentíamos
para entonces – como en aquel famoso tango de Gardel – que era “un
soplo la vida”. Así, tal vez sin darnos cuenta, pasó algo terrible,
algo que jamás debió suceder: ante lo efímero de la vida nos
enamoramos de la certeza de la muerte.

Reíamos, bailábamos, soñábamos y nos acostábamos con ella. Cada día,
cada minuto y cada segundo que vivíamos intensamente era un instante
que le hurtábamos a la muerte. No hacíamos juramentos de amor, no
prometíamos estrellas azules pero estábamos dispuestos a darlo todo,
porque la vida no nos pertenecía y en cualquier momento llegaría la
bala asesina.

Empezamos entonces a rendirle un culto religioso a Thanathos. Nuestros
sueños, nuestras palabras, nuestros silencios, nuestros versos y hasta
nuestras consignas estaban impregnadas de un hálito de muerte: “los
muertos no se lloran – solíamos gritar en las marchas – se levantan
sus banderas y la lucha continúa”… Sin embargo, en secreto llorábamos
sus ausencias y lamentábamos la oscura desgracia de estar sin ellos.
Uno de nuestros juegos predilectos era relatar cuál sería nuestra
última voluntad: “Yo deseo que mi cadáver lo incineren y las cenizas
las lancen al rio Magdalena” – decía alguien -; “yo prefiero en cambio
que mi cuerpo lo sepulten bajo tierra y sobre él planten un árbol que
crezca hasta el infinito” – intervenía otra voz; mi deseo lostrero era
que durante mis honras fúnebres cantaran la “canción del elegido”, que
iniciaba así: “siempre que se hace una historia, se habla de un viejo,
de un niño o de sí; pero mi historia es distinta, no voy a hablarles
de un hombre común, haré la historia de un ser de otro mundo, de un
animal de galaxia; es una historia que tiene que ver con el curso de
la vía láctea. Es una historia enterrada, es sobre un ser de la nada
[…]. Su letra me recordaba una de mis lecturas preferidas cuando era
niño: “El Principito”.

El culto a la muerte lo acompañamos de un total cinismo para encarar
la misma:

¿Y el compañero qué medidas ha tomado para hacerle frente a la
muerte ? – preguntaba alguien ingenuamente- . “Las del ataúd, por
supuesto”, contestaba el aludido, sarcásticamente.

En otra ocasiones cuando alguien comentaba que un amigo nuestro se
había convertido en un cuadro político nacional, no faltaba quien
anotara con ironía “es cierto, pero si se descuida en poco tiempo se
convertirá en un cuadro en la pared “. No le faltaba razón porque las
sedes de la UP estaban llenas de cuadros de dirigentes de la UP que
fueron asesinados. Con el tiempo estos cuadros se fueron poblando de
la imagen borrosa de centenares de amigos y amigas que nos dejaron y
de los cuales solo quedó su recuerdo en la mente de aquellos que
compartimos sus ideales, sus luchas y sus batallas, y que, pese a
ello, sobrevivimos a esa barbarie.

Sí, Yo fui uno de sus sobrevivientes. No me explico ¿cómo? Ni ¿por
qué? “las ánimas benditas” diría mi abuela Sofía, las mismas que la
resguardaron de los “godos “cuando con ocho meses de embarazo, cargo
el cuerpo ensangrentado de su esposo; las mismas que en medio de la
chulavitada protegieron la vida de ustedes, unos liberales de cepa;
las mismas que las escoltaron cuando tuvieron que abandonar la finca
cafetera y radicarse en Bogotá para escapar del terror de “los
pájaros”.

Claro, también pagué mi precio, sin embargo nada comparable con la
entrega de la vida. En varias ocasiones fui golpeado y torturado por
la policía y la última de estas veces – hace más de veinte años –
permanecí preso en esta misma cárcel durante dos largos meses, pero la
verdad se impuso y el juez declaró mi inocencia. Recuerdo que en esa
oportunidad varios universitarios fueron golpeados y detenidos
conmigo, y mamá con llanto en los ojos, aunque con un poco de alivio
me dijo: “ mijo, gracias a Dios que a usted no le hicieron lo de ese
pobre muchacho que lo arrastraron por el suelo, jalándolo del pelo, lo
subieron a una camioneta y le rompieron un casco en la cabeza? Como
habrá sufrido su angustiada madre!. Yo apenas asentí con mi magullada
testa, pero jamás me atreví a contar que “ese pobre muchacho” había
sido yo.

Pero toda experiencia por difícil que sea siempre aporta lecciones
positivas y, para ustedes, este doloroso episodio les dejó en claro
que ya en esos años, liberales y conservadores actuaban con la misma
inquina contra la oposición o ¿ acaso este genocidio y persecución
contra la Unión Patriótica no estaba ocurriendo bajo el régimen
“liberal” de Virgilio Barco que ustedes habían respaldado en las
urnas?, con cierta resignación tuvieron que admitir que la política,
ya no era como en el pasado, un asunto entre “godos” y “cachiporros” –
aliados por el pacto del Frente Nacional- sino como en su momento lo
señaló Gaitán: un enfrentamiento del país Nacional contra las
oligarquías plutocráticas incrustadas en los dos partidos
tradicionales; porque “el hambre no es liberal ni conservadora”. Desde
entonces, optaron por apoyar los candidatos de la izquierda.
Y dramáticamente la historia parecía repetirse. Así como los
gaitanistas que sobrevivieron a la violencia de los años 40,
organizaron los primero núcleos de resistencia armada para defender su
vida y la de sus familias, muchos sobrevivientes de la Unión
Patriótica no tuvieron otra alternativa que enmontarse. Ricardo
Palmera, hoy conocido como “Simón Trinidad,” ilustra claramente esta
parábola de vida, como lo registra el periodista Jorge Enrique Botero
en su libro: “Simón Trinidad. El hombre de Hierro”.

Aunque en ese momento entendí que la guerrilla constituía el único
camino que el sistema dejaba para aquellos que mantenían sus ideales
de lucha por una sociedad más justa, nunca me atreví a dar semejante
paso, aunque siempre miré con respeto y admiración a aquellos que lo
hicieron.

Tres motivos tuve para no hacerlo: En primer lugar, papá que toda su
vida portó una pistola con salvoconducto, hasta que tuvo que empeñarla
para solventar una crisis económica familiar, nos inculcó el respeto
por las armas –“ojala nunca tengan que utilizarlas”- nos decía
frecuentemente. Coherente con este pensamiento, una noche en que
sorprendió robando en la sala de la casa a dos hombres, papá hizo un
disparo al aire, como dándole tiempo a que escaparan. Nosotros
preguntamos ¿Por qué no los había herido si la ley lo amparaba?
“Porque no era necesario – dijiste – es posible que hayan sido vecinos
seguramente tendrán hijos bajó su cuidado. Que no merecen quedar
huérfanos”. Capté el mensaje inmediatamente, pese a que durante años
lamenté que aquellos hombres se hubiesen llevado un tomo de mi Manual
de Historia de Colombia.

En segundo lugar, no tomé el camino de la lucha armada, porque mi
constitución física siempre fue frágil. Mis amigos decían burlonamente
que a mí solo me daban dos gripas en el año y que cada una duraba seis
meses. Por eso entiendo su preocupación cuando en las imágenes de mi
detención me presentaron esposado y cubierto con un tapabocas. Ustedes
como muchos debieron pensar que como venía de México portaba el virus
AH1N1. De tenerlo, hubiese muerto irremediablemente porque las
autoridades Colombianas en su afán de “legalizar mi captura” se
negaron a practicarme una prueba de laboratorio ( en este país se
necesita ser Presidente o Ministro para recibir atención médica
inmediata).

En tercer lugar nunca pensé ser guerrillero porque desde niño mi
pasión eran los libros, no las armas. El dinero que recibía de mis
onces y mis tíos lo ahorraba para después invertirlo en libros. Papá
decía que cuando grande yo sería “catedrático”, no sabía qué cosa era
eso, pero me entusiasmaba la idea de ganarme la vida siendo una
enciclopedia ambulante , como los “catedráticos “Abelardo Forero
Benavides y Ramón de Zubiría; mamá en cambio me miraba con ojos de
admiración y extrañeza: le preocupaba que no saliera a la calle a
jugar con los otros niños y que prefiriera quedarme en la terraza
leyendo todo el día.

Con el tiempo los viajes, las vivencias en otras ciudades de fuera y
dentro del país, y la condición de ser padre enriquecieron mis
lecturas. Pero en medio de todas estas experiencias, la pluma y el
pensamiento fueron las únicas armas que aprendí a manejar. Convertido
en científico social, y comprometido con la verdad, no he dejado de
utilizar estas armas para pensar la realidad de este país; para
denunciar los crímenes de Estado; para desnudar las alianzas de las
elites gobernantes con el narcotráfico; para develar la naturaleza
“terrorista” del estado que exterminó a más de cinco mil militantes de
la Unión Patriótica y a millares de líderes de la oposición. En una
palabra, para descubrir los horrores de este conflicto armado y social
que el presidente Uribe quiere negar, a través de su mal llamada
“Seguridad Democrática” calificando de “terrorista” la resistencia
política y social del pueblo colombiano y la actividad de académicos
que queremos investigar esta realidad.

De José Martí aprendí que “trincheras de ideas valen más que
trincheras de piedras”, por eso mis únicos campos de batalla han sido
las aulas universitarias en las cuales han transcurrido las dos
terceras partes de mi vida. En la Universidad Distrital y Nacional y
no en la Unión Soviética curse simultáneamente mis estudios de
pregrado. Ustedes lo saben mejor que nadie, por los grandes esfuerzos
económicos que realizaron para que yo pudiese mantener ese privilegio.
Reunir el dinero para los pasajes del bus; comprar las fotocopias
(porque los libros era imposible) constituía una lucha del día a día,
que pudimos sortear con éxito gracias, también, a la ayuda de mis
hermanas mayores que, a diferencia mía, tuvieron que trabajar para
pagar sus estudios profesionales.

Jamás estuve en la Unión Soviética ni como estudiante ni como
visitante y desafortunadamente ya no podré hacerlo, porque la URSS
desapareció hace ya casi dos décadas. Sin embargo, siempre he
mantenido una profunda admiración por la Revolución de Octubre, antes que
las prácticas estalinistas y burocráticas la pervirtieran. Pero mis
preocupaciones por América Latina me llevaron a México, donde pude
cursar una maestría gracias a una beca que me otorgó la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) tras una rigurosa
selección entre profesionales egresados de las más reconocidas
universidades del país.

Al concluir estos estudios opté por seguir con un doctorado en la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); nunca pagué un peso
por concepto de matrícula, porque en México la educación pública es
gratuita. Ese fue uno de los grandes logros de la revolución mexicana
que el próximo año conmemora su primer centenario.

Pese a estos beneficios, fueron tiempos difíciles, mi hijo, Ernesto,
estaba de brazos, pero con su madre sobrevivíamos a punta de tortilla
y de los escasos subsidios que aún mantenía el Estado mexicano. Por
eso, aunque hoy el gobierno de Felipe Calderón (cuya elección estuvo
signada por el fraude electoral) haya echado por la borda, con mi
deportación, una larga tradición diplomática de independencia y
solidaridad con la lucha de los pueblos latinoamericanos, mantengo mi
sentido de gratitud con mis hermanos Mexicanos, de ellos siempre he
recibido solidaridad y hospitalidad.

En la UNAM tuve la oportunidad no solo de obtener un Doctorado – cuya
tesis recibió mención honorífica - sino de conocer centenares de
investigadores comprometidos con un proyecto de sociedad más justa y
equitativa, y que enriquecieron mi perspectiva latinoamericana.
Algunos como René Zavaleta Mercado, Ruy Mauro Marini, Sergio Bagú y
Agustín Cueva, ya no están con nosotros; otros siguen activos y han
sido para mí un ejemplo de militancia con la verdad y el pensamiento
crítico.

Por eso cuando el Centro de Estudios Latinoamericanos, (CELA), espacio
por excelencia de esta producción académica crítica, me brindó la
posibilidad de realizar una estancia postdoctoral, no dudé en aceptar
la invitación y a través de la Universidad tramité una comisión de
estudios. Claro, también hubo otros factores que precipitaron mi
decisión: desde hacía varios meses estaba siendo víctima de
persecuciones y hostigamientos por parte de los organismos de
seguridad del Estado. De ningún modo quise que ustedes se enteraran de
esta situación. No quería generarles más preocupaciones. Tampoco se lo
dije a mis estudiantes y solo conversé acerca de mi situación con un
par de colegas que me brindaron su total apoyo. Por eso mi viaje fue
repentino y discreto a la vez.

En el momento en el que fui arbitrariamente privado de la libertad por
las autoridades migratorias mexicanas, me encontraba concluyendo esta
estancia postdoctoral. No estaba reclutando milicianos ni organizando
células terroristas. Es posible que los gobiernos de Felipe Calderón y
Álvaro Uribe, consideren que formar una conciencia crítica y adelantar
investigaciones sobre la historia política de México y Colombia sea
una “actividad terrorista”. Desde el 11 de septiembre los sectores de
ultraderecha han recurrido al pretexto del “terrorismo” para perseguir
no solo a los movimientos de oposición sino también a los
intelectuales críticos.

Mi vida ha estado estrechamente ligada a la actividad académica en la
universidad pública, desde hace tres décadas, cuando me vinculé a
ella, primero como estudiante y posteriormente como docente: La
Universidad Distrital, La Universidad de Cundinamarca, La Universidad
del Cauca, La Universidad de Antioquia y la Universidad Nacional
pueden dar fe de ello. Por eso puedo decir que la persecución de la
que hoy soy víctima no solo una persecución contra mí sino contra la
universidad pública en su conjunto.

Querido padres, traicionaría vuestro legado y el de mis maestros -
entre ellos el de Jaime Pardo Leal, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña
Luna – si ante las amenazas de un fiscal, que promete confinarme más
de 40 años en esta cárcel, por los delitos de “concierto para
delinquir con fines terroristas”, “rebelión” y “financiamiento de
grupos terroristas”, me retractara de las ideas de justicia que he
defendido en mis cátedras, en los diferentes foros públicos y en mis
escritos.

Traicionaría también a mis estudiantes, a mis amigos (as)y al pueblo
colombiano, si claudico ante las presiones de un gobierno
narcoparamilitar. Sé que millares de manos se han unido para defender
la libertad de pensamiento, se que miles de voces se han juntado para
lanzar un grito de justicia; se que más temprano que tarde, los
cambios que reclama este país se abrirán camino, y los opresores de
hoy estarán mañana arrodillados implorando clemencia ante el tribunal
de la historia.

Queridos padres, solo quisiera que la vida les regalara unos años más
de existencia para ver florecer en nuestro territorio, una nueva
Colombia, donde los niños no tengan que llorar la ausencia de sus
padres muertos en la guerra; donde el campesino tenga un pedazo de
tierra y ayuda técnica para trabajarla; donde la educación, la salud y
la vivienda sean un derecho prioritario y no el privilegio de unos
pocos; donde los que ejercemos el pensamiento crítico no seamos
tratados como terroristas.

Mis queridos viejos, pueden sentirse felices de que su hijo esté hoy
sentado en el estrado de los acusados no por asesino y corrupto, sino
por defender los ideales de justicia y libertad que ustedes me
inculcaron de niño y que llevo en mi corazón como el más preciado
tesoro que me ha regalado la vida. Por eso, si este tribunal que hoy
me juzga me llegase a condenar, asumiré con firmeza y dignidad su
fallo, porque me anima la convicción de miles de hombres y mujeres que
soñamos con “otra Colombia posible”.

Abrazos fraternales, su hijo

MIGUEL ANGEL BELTRAN VILLEGAS

Cárcel Nacional “Modelo”,
Pabellón de “Alta Seguridad”