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Guerra en el Putumayo
Javier Orozco Peñaranda / Lunes 1ro de marzo de 2010
 

Un helicóptero artillado sobrevuela el caserío de Piñuñanegro y aterriza cerca del patio de la escuela. Al mando de dos generales bajan del aparato una docena de militares armados hasta los dientes que interceptan de manera agresiva a los integrantes de la VI Visita de Verificación de los Derechos Humanos en Colombia encabezada por Rafael Palacios, Director de la Agencia Asturiana de Cooperación al Desarrollo.

Es el Putumayo, zona de guerra. Una de las regiones más “calientes” de la frontera, cerca del lugar donde hace dos años el ejército colombiano bombardeó la rivera ecuatoriana del río abatiendo al comandante de las FARC, Raúl Reyes.

Es un mar verdeoscuro esta selva ribeteada por la cinta marrón del río Putumayo con algunos claros donde crecen cultivos de hoja de coca y pancoger que alimentan a campesinos e indígenas kamtsá, sionas y huitotos, resistentes al desplazamiento forzado, a la malaria y al olvido.

Viajando desde Puerto Asís río abajo hacia el caserío de Piñuña (pájaro, en lengua siona), sólo se ve agua y monte, alguna lancha con pasajeros y las amenazadoras “pirañas” -embarcaciones artilladas del ejército repletas de militares- amarradas al abrigo de los caseríos utilizados como escudo para evitar los ataques de la guerrilla.

Los soldados que controlan el río desde plataformas fortificadas no van debidamente identificados como es su deber, pero exigen sin estar autorizados la identificación a los viajeros, restringen el comercio y la movilidad de las personas. “Es para contener a la guerrilla”, nos dijo el general Cabrera, muy molesto por nuestra presencia.

Los militares, única presencia visible del Estado en esa zona, representan peligro para la población civil. “Hace poco los soldados reventaron a patadas al mudo del pueblo para que dijera dónde está la guerrilla”, denunció una campesina que estuvo detenida 32 meses sin juicio.

En el salón comunal de Piñuñanegro, donde también se hacen peleas de gallos, los dirigentes dan su testimonio: las tropas ocupan casas y escuelas, amenazan de muerte, detienen de manera masiva e ilegal a los campesinos y les destruyen las plantas de coca, su única fuente de ingresos.

Oro blanco y oro negro

“El ejército nos arranca la coca y nos destruye los cultivos de comida, quieren sacarnos por hambre y por miedo del territorio”, nos dijo Manuel, dirigente comunitario, quien explica que el Putumayo es tierra destinada a las petroleras por el proyecto IIRSA (Iniciativa para la Interconexión de Suramérica).

El gigantesco plan de inversiones se propone unir los océanos Pacífico y Atlántico a través de los ríos Putumayo y Amazonas. Basta con dragar el Putumayo y construir una autopista en su cabecera que cruce los Andes colombianos para dejar expuesto el corazón de la selva a la voracidad del capital internacional. “Es un plan de muerte a la diversidad biológica y cultural”, dice alarmado Nonoya, autoridad indígena del pueblo huitoto.
Con el oro blanco –la coca- y el oro negro –el petróleo- empeoró la región. Un dirigente campesino afirmó que “por encima de nuestros derechos están los intereses de las multinacionales y a esa gente les importa es la plata, no la vida”.

Una mujer expresa su temor: “Vi a unos hombres con camiseta negra, llegaron a casa de mis vecinos en la vereda La Juvenil. Dijeron que eran de la guerrilla y se llevaron dos hombres para que los orientaran por el monte; al rato hubo unas explosiones y muchos tiros, fuimos a preguntar qué pasaba pero unos soldados nos lanzaron una granada para que no los buscáramos más. La enfermera hermana de uno de los desaparecidos los encontró al otro día, masacrados. El ejército que se los llevó de su casa hizo un simulacro de combate y los mató, después los vistieron como guerrilleros y los dejaron en la morgue de Puerto Asís. En estos días los militares quedan en libertad sin pagar por lo que hicieron…soy testigo de lo que pasó y tengo mucho miedo”.

El general Colón, el “poli bueno”, que bajó del helicóptero intenta suavizar el grave incidente con la comisión asturiana, alude al museo del jamón como “el mejor museo de España”, pero al rato irrumpe vehemente, casi amenazador y sin permiso en la asamblea comunitaria. Pidió perdón por los atropellos de las tropas bajo su mando, dio su número de teléfono para recibir las denuncias de los desmanes que cometan sus soldados, luego ordenó retirar las “pirañas” a más de 500 metros del poblado como obliga el Derecho Internacional Humanitario, violado sistemáticamente hasta entonces.

Pero su arrepentimiento no convenció a los pobladores “Los generales hoy pidieron perdón porque saben que metieron la pata con los asturianos, pero los militares por aquí son como unos malandros, sin dios ni ley”.

Cae un aguacero fortísimo que da fin al verano. Hay alegría y aroma de café recién hecho por las tres callecitas de Piñuñanegro. El pájaro de acero levantó el vuelo, el río crece con las aguas nuevas, no hay militares a la vista. Los campesinos planean otra movilización para que la tropa los respete y el gobierno de Uribe cumpla los acuerdos tomados de hacer inversión social como sustitución de la coca.

Esta vez alguien de muy lejos escuchó sus denuncias. Por enésima vez las gentes humildes de esta selva le plantaron cara al terror oficial. Esta vez los desmanes no quedarán ocultos por el miedo, la impunidad y la espesura.