Agencia Prensa Rural
Mapa del sitio
Suscríbete a servicioprensarural

A dos años de la masacre de Maicao: Las víctimas entre la impunidad y el olvido
Damaris Barros Uriana / Miércoles 10 de noviembre de 2010
 

Todo ocurrió un 8 de noviembre de 2008. Ese día murieron, sin saber por qué, seis personas, entre Wayúu y arijunas, resultando gravemente heridas otras tres, dos Wayúu y una arijuna.

La historia de Kayús está atravesada por la tragedia; él, un niño Wayúu aún demasiado pequeño para comprender que nació de las entrañas mismas de la violencia, antes de llegar al mundo, tuvo que derrotar, en dos oportunidades, a la muerte.

La primera vez que Kayús, estando aún en el cálido vientre de su madre María Amalia Epiayu Ipuana, se escabulló de la muerte fue cuando logró sobrevivir al aleve atentado perpetrado por redes sicariales al servicio de los grupos armados ilegales sucesores de las AUC que arrojó como saldo trágico final seis personas —tres Wayúu y tres arijunas— asesinadas y otras tres personas —dos Wayúu y una arijuna— gravemente heridas; en ese momento María no sabía que sería inmolada y que después de su muerte nacería su hijo, como una señal de justicia.

La segunda vez en que Kayús pudo burlar a la muerte, pese a su total estado de indefensión, fue cuando, luego de una cesárea de emergencia, irrumpió llorando del cuerpo sin vida de su madre; la mujer que pese a sus ocho meses de embarazó fue gravemente herida con varios impactos de bala que le impedirían conocer a su hijo.

Kayús indeleblemente llevará el recuerdo de esta dolorosa masacre por el resto de su existencia. Este 8 de noviembre de 2010 cumple dos años de edad, sin embargo, en su familia no habrá muchos motivos para festejar, su natalicio coincide con dos años de aquel terrible acontecimiento que tiene, todavía, a varias familias sumidas en el más oscuro dolor.

Preguntarse como ocurrió tan macabro suceso es tener que recordar, remembranzas llenas de lágrimas que asoman de las madres que perdieron a sus hijos, tíos que perdieron a sus sobrinos, hermanos que nunca más podrán encontrar en los consejos fraternos un consuelo. Sí, es recordar una mañana que pese a su luminosidad se tornó oscura y lúgubre por la sangre derramada, sangre Wayúu.

Todo ocurrió un 8 de noviembre de 2008, alrededor de las 10:45 a.m., cuando varias personas, entre Wayúu y arijunas, se encontraban reunidos celebrando la visita de un familiar que hacía mucho no pisaba la casa de sus ancestros y que por lo tanto no había conocido a los nuevos integrantes de nutrida familia; es ahí, en una residencia como cualquier otra del barrio Santander de Maicao (La Guajira), donde fueron sorprendidas por una intempestiva ráfaga de balas propinadas por dos sicarios quienes en forma demencial ingresaron disparando; poco importó a quien herían, poco importaron los muertos, su único cometido era matar.

Ese día, murieron sin saber por qué, Eider Manuel Barros Palmar (20 años), Rafael Antonio Valdeblánquez Barros (24 años), María Amalia Epiayu Ipuana (38 años), José David Mindiola Gámez (22 años), Carlos Iguarán Acuña (28 años) y Arturo Iguarán Acuña (29 años), tres de los cuales, los primeros de esta dolorosa lista, aumentaron el largo recuento de muertos Wayúu. Por su parte fueron tres las personas que lograron escapar de la muerte, resultando gravemente heridos, Charles Valdeblánquez, Laura Barros Ipuana y Xenia Zeneth Gómez Hernández, las dos primeras indígenas Wayúu.

De los heridos, cabe recordar a una mujer, que, debido a las seis balas que se le alojaron en diferentes partes de su cuerpo, sufrió serias lesiones que se tradujeron en limitaciones a su movilidad y en problemas auditivos, visuales y del habla; vivió por una afortunada casualidad, pero, paradójicamente perdió la posibilidad de tener una vida como la que tenía anteriormente; sin embargo transcurridos dos años de haber sido herida, esta joven arquitecta y madre de un niño, dando muestras de su infinita grandeza y coraje, lucha contra sus limitaciones físicas para continuar con su vida.

Exactamente un mes después, en Valledupar (Cesar), era asesinado a manos de pistoleros, Juan Segundo Mejía Barros (26 años), quien había logrado salvarse de morir en la masacre de Maicao porque minutos antes del ingreso de los sicarios, había salido momentáneamente del lugar, no era su hora, pero la muerte lo persiguió, así como persiguió a quienes fueron masacrados aquella mañana novembrina.

A dos años de la masacre, la impunidad duele, duele en las entrañas y en la sangre derramada, pareciera que la justicia, esa que representa Kayús, no va a llegar nunca a la familia. Pese a que fue capturado uno de los presuntos sicarios, hoy en día no se sabe absolutamente nada sobre las motivaciones y los determinadores de este hecho lamentable que truncó varias vidas y dejó una impronta luctuosa sobre otras más.

Perseguidos por los fantasmas de la impunidad, y llenos de angustias, incertidumbres y dolores, las víctimas y los sobrevivientes de la masacre de Maicao, atravesados por la injusticia, somos doblemente discriminados. Pertenecer al círculo familiar e íntimo de José María Barros Ipuana, conocido coloquialmente como “Chema Bala”, llevó a las autoridades a acudir a la tesis de que el atentado sicarial obedeció a un “ajustes de cuentas” o “a retaliaciones” o “a vendettas” entre narcotraficantes, haciendo que la tan añorada justicia se aleje cada vez más de nosotros; como si ser familia de “Chema Bala” justificara una masacre, justificara la muerte de una mujer preñada, acabar con la vida de hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, o herir a una mujer dejándola en estado de indefensión; hoy nuestro padre se encuentra condenado —pese a las significativas dudas razonables que aún persisten acerca de la dimensión real de su responsabilidad en los hechos que lo tienen tras las rejas— y todos sus familiares y allegados hemos sido tratados como sospechosos, como parias. Por otro lado nosotros, las víctimas de los grupos armados ilegales sucesores de las AUC seguimos siendo sistemáticamente invisibilizadas; no contamos con un lugar en la legislación doméstica en el que se nos garantice nuestros derechos a la verdad, a la justicia, a la reparación y a garantías de no repetición. La ley, esa que debe protegernos, nos condena y así, las víctimas hemos sido clasificadas en odiosas categorías según las cuales quienes no encajamos en el ámbito de la “Ley de Justicia y Paz”, en la práctica es como si no existiéramos.

Hoy Kayús crece sin conocer a su madre y, contrario a lo que se espera, la justicia, esa que más allá de las normas permitió que él viviera, es la garantía de que la impunidad no nuble el camino de un niño Wayúu que vio por primera vez el mundo después de una masacre y antes de tiempo. No resta más que esperar que pronto nuestros derechos sean plenamente reconocidos y restituidos; gravados quedarán estos dolorosos sucesos en nuestra familia, impidiendo que el polvo llegue a nublar, el recuerdo nuestras víctimas.