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Un doble asesinato en la impunidad
Veinte años sin prescripción
En 20 días se cumplen dos décadas del homicidio de Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres. Sus familias y el periodismo reclaman que la búsqueda de verdad y justicia en su caso no concluya.
El Espectador, Jorge Cardona Alzate / Viernes 8 de abril de 2011
 

Hacia las siete de la noche del miércoles 24 de abril de 1991, en la calle de La Reina del municipio de Segovia (Antioquia), desconocidos asesinaron al periodista Julio Daniel Chaparro y al reportero gráfico Jorge Enrique Torres. Ambos trabajaban en El Espectador y habían llegado tres horas antes para realizar un reportaje sobre el impacto que la violencia estaba dejando en el pueblo. A punto de cumplirse 20 años de este cruento episodio, la memoria de estos talentosos mártires sigue viva, pero en términos de justicia prevalece la impunidad.

Todo fue oscuro desde aquel triste día de abril. Más de tres horas estuvieron los cuerpos sin vida tirados en el pavimento, sin que nadie avisara a las autoridades. Sólo a las 10:30 de la noche llegó la policía a practicar el levantamiento de los cadáveres. Una jueza de instrucción criminal asumió el caso 24 horas más tarde y, sin mayores pesquisas, cobró forma el rumor de que los autores habían sido miembros de las Milicias Bolivarianas de las Farc, quienes supuestamente los habían confundido con agentes de inteligencia militar.

A esta supuesta pista contribuyeron rápidamente dos hechos. Las declaraciones del comandante de la Policía de Segovia, quien entonces manifestó que en el último año no se había sentido acción de grupo paramilitar alguno y éstos delinquían muy lejos; y el falso informe que habrían suministrado milicianos del Eln a las Farc, en el sentido de que habían visto a los periodistas en la XIV Brigada del Ejército en Puerto Berrío. El IV frente de las Farc expidió un comunicado para negar su autoría en los crímenes, que poco o nada fue tenido en cuenta.

A raíz del doble asesinato, el entonces presidente César Gaviria hizo pública una declaración comprometiéndose a una “investigación completa y pronta para detener, juzgar y condenar a los culpables de esta agresión contra la libertad de prensa”, pero la actuación judicial, en sus frentes de Procuraduría y justicia sin rostro, no logró significativos avances. En el primer caso, antes de un año el proceso quedó resuelto, pues se descartó cualquier responsabilidad de miembros de la Fuerza Pública o de los organismos de seguridad del Estado.

En cuanto al expediente penal, lo único significativo fue el recuento de las últimas horas de Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres. Su arribo al aeropuerto Otú del municipio de Remedios (Antioquia), procedentes de Medellín; el viaje por tierra hasta Segovia, donde llegaron hacia las cuatro de la tarde; el registro en el hotel Fujiyama antes de las cinco; su presencia en el estadero La Diana, donde tomaron varias cervezas y repetidamente hicieron sonar la canción La quiero a morir de Francis Cabrel, y luego su inaplazable cita con la muerte.

De regreso al hotel, frente a un sitio conocido como Las Partidas de San Bartolo, súbitamente apareció un grupo de desconocidos que los acribilló a bala. Y nada más. Sólo un desordenado recuento de testimonios de oídas y una evidencia implacable: el predominio de la ley del silencio. Con un agravante más: con el paso del tiempo, la mayoría de testigos y sindicados desaparecieron o fueron asesinados. Al final, la investigación se concentró en los milicianos del Eln que, con falsos informes, presuntamente habían instigado los crímenes.

Por eso, en diciembre de 1991, ocho meses después de los asesinatos, fueron llamados a juicio Ramiro Alonso Lezcano y su tío Joaquín Julián Lezcano. Tres años después fueron dejados libres por falta de pruebas. El primero de ellos murió acribillado a bala en Segovia en noviembre de 1999 y el segundo corrió idéntica suerte en Medellín en abril de 2002. Desde esa misma época, el expediente por el doble homicidio de los periodistas permanece enmohecido y, según los expertos, a punto de prescribir sin conclusiones válidas.

En febrero de 2009, Daniel Chaparro, hijo del periodista asesinado, otorgó poder al Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo para que se constituyera en parte civil y buscara justicia en el caso. Dos meses después la Fiscalía admitió la petición, pero tampoco hay avances. Entre tanto, en el último año en el Poder Judicial se han producido dos decisiones que al periodismo, a El Espectador y a las familias de los reporteros les han devuelto la esperanza de que el luctuoso episodio de abril de 1991 no quedará en la impunidad.

En primer lugar, en razón a que hizo parte de una campaña sistemática de violencia contra El Espectador, el asesinato de su director Guillermo Cano, ocurrido en diciembre de 1986, fue declarado crimen de lesa humanidad, que por lo tanto no prescribe. Asimismo, la masacre de Segovia, perpetrada por el paramilitarismo el 11 de noviembre de 1988, con más de 40 víctimas, fue reabierta por los mismos argumentos. En ambos casos se contextualiza el asesinato de Chaparro y Torres, muertos por labores propias de su oficio.

En aquellos días, en desarrollo de su labor periodística y literaria, Julio Daniel Chaparro estaba adelantando una serie de reportajes titulada “Lo que la violencia se llevó”, recobrando la memoria y cotidianidad de algunas regiones y pueblos azotados por la violencia de finales de los años 80. Estuvo en Carmen de Chucurí (Santander), Tacueyó (Cauca) y Tierralta (Córdoba), y en compañía de Jorge Torres viajó a Segovia (Antioquia), donde la violencia se paseaba a sus anchas. La serie quedó trunca, pero no la memoria de sus artífices.

Hoy, sus hijos mantienen viva su esencia. Daniel Chaparro, politólogo de la Universidad de los Andes con maestría en historia, desde la mañana de aquel 24 de abril de 1991 en que su padre lo despidió frente al colegio Liceo Andrea del Bocca, entonces ubicado entre las avenidas Rojas y Boyacá con calle 66 en Bogotá, le ha dado un lugar privilegiado de su existencia a recobrar la vida y obra de Julio Daniel Chaparro. Él sabe que además representa a su abuelo Héctor, también periodista; a su madre Piedad del Carmen y a su hermano Julián.

De sus manos ya existe un libro inédito, su trabajo de grado, titulado “Rumores del silencio: de la memoria en Segovia a la memoria en casa”, en el que no sólo investigó lo sucedido con su padre en Segovia y relató el duro momento de la desgarradora noticia en su familia, sino que sacó de sus entrañas el perfil de su periodista predilecto. Del hombre nacido el 14 de abril de 1962 en Sogamoso (Boyacá), que por el periodismo deportivo de su padre creció en Villavicencio, donde primero se hizo poeta y pensador, y después locutor y periodista.

“Un buen bailarín y bohemio, pero pésimo jugador de fútbol. Carismático, bien creído y simpatizante de la izquierda”. Un talentoso que algún día de finales de los años 70 asumió su primer compromiso público como presidente de la Federación de Estudiantes de Secundaria del Meta; que debutó colocando discos en Radio Cinco y, entre 1986 y 1987, codirigió con sus amigos la revista Oriente; y que en 1989, invitado por Marisol Cano, aterrizó en El Espectador, donde en dos años dejó la impronta de su carácter sensible y su amistad.

Sólo vivió 29 años, pero su voz, que protagonizó en los micrófonos de Caracol, Súper, Todelar, Radio Macarena y La Voz del Llano, en Villavicencio; así como su palabra, que también cobró vida en sus libros de poemas y crónicas Éramos como soles, País para mis ojos, Árbol ávido y Papaíto país, sigue intacta entre sus recuerdos. Lo sabe bien su hijo Daniel, quien desde los ocho años en que perdió a su padre, tiene clara la consigna que tenía impresa Julio Daniel en su computador: “Si no se da la vida por algo, se acabará dándola por nada”.

La misma convicción que tienen los hijos de Jorge Torres, quienes también mantienen viva su memoria. Los doce años que pasó en la revista Cromos hasta llegar a ser el jefe de fotógrafos; el día en que vio morir a su colega José Mercurio durante un grave accidente en el Clásico RCN de ciclismo; o los detalles de su relato sobre las balas que oyó silbar en un atentado contra el líder guerrillero Carlos Pizarro cuando iba a firmar un cese al fuego en Corinto (Cauca) en 1984. El testimonio de sus hijos Jorge, Alexandra y Diana y de su esposa Rubby.

Un recuento de buenos y difíciles momentos que, como los de Daniel y Julián Chaparro o los de Piedad Díaz, tienen un antes y un después del 24 de abril de 1991. Desde esa fecha la ausencia los ronda, pero su búsqueda de justicia no cesa. Por eso, junto a sus amigos, la gente de El Espectador y los colegas del periodismo y la reportería gráfica aguardan que persista la lucha por la verdad y que el doble crimen que segó sus vidas ingrese en la lista de delitos de lesa humanidad que no prescriben sin una versión convincente para la historia.

Julio Daniel Chaparro (1962-1991)

SI UNA NOCHE CUALQUIERA
ME ENCUENTRAN MUERTO EN UNA CALLE
y ven mi boca repleta de insectos rabiosos
trabajando en mi lengua,
no me sufran:
habrá sucedido que caí antes de escuchar el balbuceo
/de mi hijo
hecho una lluvia de madres desnudas sobre mi corazón
con sus manos alzadas como nubes.
piensen en mi y recuérdenme cantando
o recuerden mis pasos detenidos junto a un piano
cuando hablaba de mi madre
bella y triste como un –árbol
como una huella de pájaros.
si sienten mi hedor una mañana
y deben evitarlo huyendo de mi carne
con las manos acariciando el rincón de sus caras,
sepan que lo entiendo
e imagínenme en
los días felices de mi cuerpo sólo
/playa
y no sientan mi podredumbre como aviso de los dioses
y no vean en el pétalo fucsia de mi sangre
la reinvención de un cielo de gaviotas o del llanto.
amigos, mis amigos
si ven que he muerto en la entrada de una calle
seguramente vestido de azul hasta en las uñas
y sonriendo acaso revestido de cenizas como un ángel,
piensen que he vivido, recuerden la joven figura ebria
/de los patios
mis 23 años que levanté danzando
mi público sueño de eco de agua que se pierde
y no me lloren, no me giman siquiera:
pienso que detendrán el sol que tendré entonces
en mitad del pecho
persistiendo tercamente en la última calle de
esa tarde sobre la tierra.

Por la verdad y la justicia

Las víctimas de un delito o los perjudicados por el mismo tienen derecho a participar en el proceso penal, no sólo en la búsqueda del resarcimiento, sino para hacer efectivos los derechos a la verdad y la justicia. Las consideraciones son de la Corte Constitucional, basadas en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y la Convención Americana de Derechos Humanos, y fueron la base para que la Fiscalía admitiera que Daniel Chaparro, a través de su abogado, pudiera participar en la lucha para que el crimen de su padre no quede en la impunidad.

Por eso, el politólogo e historiador Daniel Chaparro, con el apoyo de los hijos y esposa de Jorge Torres, lidera la causa para impedir que los crímenes de su padre y el del reportero gráfico que lo acompañaba no queden con una versión recortada de la justicia.

Contexto de dos crímenes de lesa humanidad

En misiva a la fiscal general, Viviane Morales, la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), además de referir varios hechos contra periodistas y la libertad de expresión, expresamente recordó la impunidad y amenaza de prescripción del expediente por los crímenes de Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres.

Como antecedente que amerita examinar el caso está la declaratoria de crimen de lesa humanidad del caso Guillermo Cano. En su momento la Fiscalía aceptó que su asesinato hizo parte de una campaña sistemática contra El Espectador. En la misma época fueron asesinados el periodista Héctor Giraldo y los empleados del diario Miguel Soler y Martha Luz López. Además, el Cartel de Medellín hizo explotar un camión bomba contra el periódico.

En el caso de la masacre de Segovia, cuyos ecos investigaban Chaparro y Torres, la justicia también la declaró crimen de lesa humanidad. Hace unos días fue llamado a juicio el excongresista César Pérez García.